Mal Juju
Cuando
llegó ese día a casa, sabía que iba a hacerlo, esta vez sí. En realidad, tenía
los preparativos dispuestos desde hacía dos semanas, pero había querido darle
una oportunidad al muy desgraciado. Ya no lo aguantaba más, estaba harta de
aquel indeseable que llevaba haciéndole la vida imposible desde que entró en la
empresa. Todos los días tenía que soportar las burlas y humillaciones de ese
capullo trajeado. Pero si todo salía según lo había previsto, el suplicio
acabaría pronto.
Después
de la última vez que aquel tipo la había ridiculizado delante de todos sus
compañeros de trabajo, había sentido tal odio hacía él que rápidamente se
apresuró a buscar maneras de vengarse. Había buscado en multitud de foros de
Internet, pero ninguna de las soluciones que le propusieron le pareció lo
suficientemente buena. Se sentía desesperada, no sabía qué hacer. Llegó a
plantearse dejar el trabajo, únicamente para no tener que encontrarse de nuevo
con aquel mal nacido. Pero necesitaba el dinero y encontrar un nuevo empleo
hubiese sido una tarea realmente complicada. Estaba a punto de resignarse a ser
un saco de boxeo humano durante el resto de su vida cuando, un mes atrás,
recibió un correo electrónico que contenía una misteriosa y extravagante
receta.
Su
primer instinto había sido el de borrar el mensaje directamente, pero algo le
impidió hacerlo. Sabía que lo más probable era que la receta no fuese de
verdad. Pensó que seguramente solo era un broma o, quizás, publicidad
encubierta de algún tipo. Sin embargo, en su situación actual, habiéndose
quedado sin opciones, aunque pareciese una locura, consideró que no tenía nada
que perder por intentarlo.
La
mayor parte de los ingredientes necesarios los consiguió en un solo día, otros
tardó un poco más. El problema era que había determinadas hierbas exóticas que
no conocía y tampoco sabía dónde podía adquirirlas.
Después
de hacer unas cuantas preguntas a los dependientes de los comercios de su
barrio, le indicaron un lugar, una pequeña herboristería a las afueras, que
posiblemente tuviese lo que necesitaba.
Encontró
la apartada tiendecita sin demasiado esfuerzo. Era un local minúsculo y algo
desordenado a la vista, parecía como si los distintos productos que se vendían
estuviesen dispuestos de cualquier forma por las estanterías y por el suelo. Le
atendió una mujer muy mayor y bajita. La mujer tenía toda la cara arrugada y se
movía tan despacio como hablaba, además no oía muy bien y le pidió que apuntase
en un papel lo que quería para así poder leerlo y buscárselo. Afortunadamente,
ella ya tenía escritos los ingredientes que, de todos modos, no hubiese sido
capaz de pronunciar. Le entregó el papel a la anciana y vio que ésta lo leía y
empezaba a moverse por toda la tienda, cogiendo varias cosas y dejándolas sobre
el mostrador. Todo lo necesario estaba allí.
Salió
de la tienda con una bolsa llena de plantas y gruesas raíces, habiendo pagado
una minucia por ellas. Hasta el momento estaba resultando una venganza bastante
económica.
Una
vez hubo superado la primera dificultad en la búsqueda de ingredientes, se puso
a pensar en el modo de resolver la segunda. No solo necesitaba hierbas, la
receta también requería de ciertos ingredientes más… “extravagantes”, por
decirlo de algún modo. Necesitaba sangre menstrual de una virgen, la suya
obviamente no valía. Solo se le ocurrió una posibilidad para conseguir esto.
Una amiga suya tenía una hija adolescente. Pensó que la chiquilla era demasiado
cría como para haber mantenido relaciones sexuales, aunque con la juventud de
hoy en día nunca se sabe, de cualquier manera tendría que servir. No podía
simplemente llamar a su amiga por teléfono y pedirle prestada la compresa usada
de su hija, así que lo que hizo fue ir a su casa a tomar café y a hablar de los
viejos tiempos. En un momento dado, fue al cuarto de baño de su amiga y
aprovechó para rebuscar en la papelera que estaba junto al inodoro hasta que
encontró lo que buscaba. El problema era que no podía estar segura de que
aquello perteneciese a la hija y no a la madre. Para salir de dudas, durante la
conversación se quejó de los dolores de su propia regla, esperando introducir
el tema sutilmente. Así, con relativa sencillez, descubrió que en aquel
instante solo la hija tenía su periodo, con lo que el objeto que se había
agenciado solo podía pertenecer a esta.
El
próximo ingrediente fue más fácil de conseguir, pero no por ello menos extraño.
La receta requería un frasquito de su propia orina, pero esta solo era válida
si la muestra se tomaba en una noche de luna llena después de haber ingerido
una infusión especial. El brebaje estaba repugnante, pero consiguió lo que
necesitaba. La sensación no fue muy distinta de cuando tienes que entregar un
botecito similar al médico para que lo analicen.
De
entre todos, el ingrediente que más le desagradó conseguir fue el último.
Necesitaba algo se su víctima, algo orgánico. Le hubiese encantado cortarle la
lengua, pero la venganza que estaba preparándole era mucho mejor que una simple
amputación. Aguantó al capullo arrogante un día más, incluso se hizo la simpática,
lo justo como para poder acercarse lo suficiente a él y quitarle un pelo que se
había desprendido de su cabeza y había ido a parar a la superficie de su cara
camisa color azul pijo. Tuvo que aproximarse a él, pasarle la mano por el
hombro y entrar en contacto. Eso le causó una gran repugnancia. No es que el
tipo fuese físicamente desagradable, en realidad, era muy atractivo, pero no
son las apariencias lo que de verdad importa. Ella era capaz de ver su
verdadero rostro y le daba asco. Realmente esperaba que la receta funcionase,
porque el desgraciado se merecía cualquier cosa que le pasase.
Nunca
se le había dado bien coser, pero para aquella labor se esforzó como nunca
antes lo había hecho. Cada retalito de tela lo colocó con el mayor de los
cuidados. Se pinchó varias veces con la aguja, pero aun así el resultado fue
inmejorable. Su obra tenía una forma magnífica, solo dejó una apertura en el
centro, necesaria para darle el toque final. Rellenó el hueco con algunas de
las plantas que había adquirido, unas cuantas plumas de gallina y, como
colofón, añadió también la sangre, el cabello y la orina. Para terminar, cosió
la apertura para que no se saliese el relleno y se quedó un rato contemplando
el fruto de su esfuerzo. Era impresionante, realmente le pareció que irradiaba
magia, era tan sumamente siniestro que parecía que fuese a cobrar vida en
cualquier momento. Sintió su poder y eso la asustó. Fue entonces cuando decidió
darle una última oportunidad al bastardo de la oficina para cambiar su
conducta. Lo tenía todo preparado pero estaba tan convencida de que iba a
funcionar que no quería hacer sufrir a nadie de forma innecesaria.
Dos
semanas le había dado, dos semanas perdidas. El cabronazo no solo no rectificó
su conducta sino que se ensañó todavía más. Por lo que a ella respectaba, el
tipo había firmado su propia sentencia y ahora iba a pagar el precio.
Calentó
algo de agua para preparar una infusión que debía tomarse durante el ritual,
esperando que no supiese tan mal como la última. Dibujó un círculo de tiza en
el suelo del comedor y luego lo adornó con los símbolos necesarios, después lo
rodeó con varios cirios. Apagó todas las luces de modo que la única iluminación
provenía de la sinuosa llama de las velas. Se bebió la infusión de un trago y
colocó el muñeco de trapo que tanto trabajo le había costado coser en el medio
del círculo. Todo estaba dispuesto para empezar el ritual.
**********
“Javier,
¿qué te pasa en las piernas?” La misma pregunta durante toda la mañana. Por
algún motivo se había levantado con una especie de sensación de hormigueo y
adormecimiento en las piernas, era tan incomodo que había estado todo el día
caminando de forma extraña, entre arrastrándose y balanceándose. La gente se
había dado cuenta, pero la mayoría pensaron que no era más que otra de sus
bromas. Por lo general, siempre se había considerado alguien con un gran
sentido del humor, una persona alegre que disfruta haciendo reír a los demás.
Aquel día, sin embargo, le había parecido que él mismo era objeto de burla. No
le gustó nada. La gente le había estado señalando con el dedo y se habían reído
de él, no con él.
El
día siguiente fue todavía peor, la molestia aumentó hasta transformarse en un
agudo y espantoso dolor, como si mil agujas se le clavasen en las piernas. Tuvo
que pedir un permiso y se fue a descansar a casa. Pensó que si el dolor
continuaba tendría que ir al médico sin falta.
Pero
el dolor desapareció. Justo cuando estaba a punto de llamar a una ambulancia
porque no podía resistirlo más, paró de repente. Dejó de sentir molestias en
las piernas, como si nada hubiese pasado. Aun así, aquello le había asustado
tanto que fue a ver a su médico de rodas formas, al menos para obtener alguna
explicación o medida preventiva. La visita fue inútil, el doctor le tomó por un hipocondríaco quejica y le mandó a casa sin decirle el motivo por el que podía
haberle ocurrido aquello. De cualquier modo, por precaución, procuró descansar
el resto del día.
A
la mañana siguiente, afortunadamente, el dolor no regresó. Aparentemente no
había motivo de preocupación, de manera que siguió su rutina habitual y se fue
a trabajar. La jornada transcurrió sin problemas y, curiosamente, sin bromas de
sus compañeros, antes de darse cuenta ya era la hora de salir. Recogió sus
cosas y se dispuso a marcharse. Llamó al
ascensor y esperó hasta que este llegó, dejó que se abriesen las puestas y
accedió al interior de la cabina. Entonces ocurrió algo muy extraño, sin que él
pulsase ningún botón, las puertas se cerraron de golpe tras él y el aparato
empezó a ascender. Pensó que alguien se le habría adelantado desde arriba, pero
cuando por fin dejó de subir, las puertas no se abrieron. Empezó a apretar
botones, también el de emergencia, pero nada parecía funcionar. Se puso a dar
golpes, a llamar pidiendo auxilio, pero no ocurrió nada. De pronto el ascensor
empezó a descender a gran velocidad, como si estuviese cayendo sin control. Le
entró el pánico y se agachó en el suelo, esperando el choque. Pero el ascensor
no se estrelló, cuando estaba casi a nivel del suelo, redujo la velocidad.
Finalmente se abrieron las puertas y vio que estaba en la planta baja, sano y
salvo. Salió corriendo del aparato, sin quedarse si quiera a presentar ninguna
queja, solo quería alejarse lo más posible de aquella máquina infernal.
Caminó
por la calle a paso raudo, ansioso por regresar a casa. De repente escuchó un
estruendo de algo rompiéndose tras de sí. Se detuvo y se dio la vuelta para
mirar qué había provocado semejante ruido. Vio un montón de piedras en medio de
la calle, trozos de cornisa que se habían desprendido de la finca que tenía al
lado y se habían precipitado al vacío justo en el instante en que él había
pasado por debajo. Se había salvado por un pelo, si hubiese ido solo un poco
más despacio, uno de los pedruscos le habría caído en la cabeza y le hubiese
matado al instante. En cualquier otro momento se hubiese sentido afortunado,
pero sumando este suceso al del ascensor y el extraño dolor de piernas, el
efecto fue el contrario. Empezaba a sentirse gafado, estaban ocurriendo demasiadas
cosas raras.
Finalmente
llegó a casa, sin ninguna incidencia más. Cerró bien la puerta, fue hasta el
dormitorio y se dejó caer sobre la cama esperando que aquel día tan bizarro
acabase cuanto antes. Por fin podía relajarse. Después del desprendimiento,
había estado el resto del camino con los nervios de punta, sobresaltándose por
cualquier ruido de la calle. Pero ya daba igual. No quiso ni cambiarse de ropa,
tal como estaba, en la misma posición, cerró los ojos esperando viajar cuanto
antes al país de los sueños. Entonces se escuchó un estallido y se incorporó
rápidamente. El susto casi le provoca un ataque al corazón. Todos los cristales
de la casa habían reventado al mismo tiempo. Eso fue la gota que colmó el vaso,
ya no pudo dormir en toda la noche.
A
la mañana siguiente estaba agotado, pero tenía que volver a la oficina. Sin
embargo, con la luz del nuevo día, decidió tomarse los sucesos del día anterior
con humor y no hacer un mundo de unas cuantas coincidencias algo
desafortunadas. Decidió seguir con su vida como siempre, sin preocupaciones y
con el mismo sentido del humor. Más aún, se comportaría con más alegría todavía
de la habitual, sería más simpático, haría más bromas y, decididamente, no
dejaría que nada le estropease el día.
**********
No
podía entenderlo. Con todo lo que le había hecho y a pesar de todo el tipo
seguía con la misma sonrisa de imbécil de siempre. Sabía que el ritual había
funcionado porque se había asegurado por ella misma de los resultados, pero aun
así no había logrado el efecto que ella deseaba.
Primero
había probado lo más tradicional de todo, clavar alfileres en el muñeco. Con
esto solo consiguió que su víctima se pensase que estaba enferma y lo mandasen
a casa, además el efecto se desvaneció rápidamente. Después de ese intento
fallido, se le ocurrió que podía tratar de aterrorizarle, aunque no estaba
segura de que nada que fuese más allá de clavar agujas fuese a funcionar.
Como
conocía sus horarios, esperó a la hora en que el cretino tenía que regresar a
casa y en el momento en que se introdujo en el ascensor, ella se puso en
marcha. Sacó el muñeco del bolso y lo metió en una caja de zapatos mientras
recitaba las palabras que hacían que todo aquello surtiese efecto. Entonces
cerró la caja y comenzó a agitarla de arriba abajo con fuerza. Se dejó llevar
por el entusiasmo y, en un momento dado, la caja se le escurrió de entre las
manos. Pudo ver caer la caja y, por un instante, dudó entre cogerla o dejar que
se estrellase contra el suelo. Al final la cogió al vuelo, no quería que el
juego se acabase demasiado pronto, al fin y al cabo, todavía no había
conseguido humillarlo.
Durante
ese mismo día, había intentado varias cosas más. Arrojó piedras contra el
muñeco y le tiró cristales rotos. Todo ello pensando en la cara con la que
llegaría su detestable compañero al trabajo el día siguiente. Sus esfuerzos
fueron en vano. Lo había visto entrar por la puerta con la misma sonrisa, como
si nada hubiese ocurrido. Todo lo que había hecho no había servido de nada.
Aquel tipo parecía inmune a los accidentes y desgracias fortuitas. Pensó que
tendría que seguir intentándolo hasta que su enemigo se desplomase por fin y
asumiese la derrota.
A
lo largo de toda la semana estuvo jugando con el muñeco de trapo. Le puso un
plástico en la cara para ahogarlo durante un rato. Le frotó la espalda con una
lima. Le hizo cortes en los brazos con un cúter. Incluso le metió la cabeza en
mierda de perro. Pero todo fue inútil, el muy imbécil siempre regresaba a por
más, nunca se vino abajo, y en consecuencia ella se sentía cada vez más
frustrada. Solo le había dejado una salida, acabar el juego de forma trágica.
Si no podía humillarle del mismo modo que él lo había hecho, entonces haría que
nunca más se burlase de ella.
Fue
hasta la cocina de su casa y encendió el fuego. A continuación sacó una satén
honda de un armario, la roció hasta arriba con aceite y la puso sobre el fuego.
La idea era esperar a que el aceite estuviese hirviendo y entonces freír al
muñeco hasta que este acabase completamente carbonizado. Quería que sufriese la
peor de las torturas y quería que muriese agonizando.
Cogió
el muñeco entre las manos y, mientras se acercaba al fuego, comenzó a recitar
las palabras del ritual. Se aproximó hasta ver el contenido chisporroteante de
la sartén. Estaba tan cerca que podía sentir el intenso calor. La curiosidad,
le hizo pasar la mano por encima durante unos segundos, simplemente para
saborear lo que estaba a punto de ocurrirle a su víctima. Cuando estuvo
preparada, se decidió a tirar el muñeco al fuego, lo agarró con una mano y fue
acercándolo hasta la sartén. Solo quedaba abrir la mano y dejarlo caer.
El
calor era insoportable, notaba el olor a quemado incluso antes de haber hecho
nada todavía. De hecho, el olor casi parecía real, demasiado real. Entonces
miró hacia abajo y se dio cuenta de que se había acercado demasiado al fuego,
se había aproximado tanto que una de las llamas se había abierto camino hasta
la bata que llevaba puesta. No se estaba imaginando el olor y el calor, se
estaba quemando.
Del
susto, soltó el muñeco por los aires. Se tiró al suelo y empezó a rodar sobre
sí misma para intentar apagar las llamas, pero lo único que consiguió fue que
la alfombra también se prendiese. Sintió que su propia piel empezaba a
quemarse. Se levantó de nuevo buscando agua o algo que la ayudase, pero el
dolor empezaba a ser insoportable. Chilló y pidió auxilio mientras corría de un
lado a otro de la casa, expandiendo el incendio por allá por donde pasaba. No
podía ver nada y tampoco podía dejar de gritar. Finalmente se cayó al suelo y
mientras se convulsionaba sintió como la vida se escapaba de su cuerpo.
**********
Había
sido una semana horrible, no habían dejado de ocurrirle accidentes y se había
visto envuelto en un montón de situaciones inexplicables. Su desesperación
había llegado a ser enorme. Había dejado de comer y de dormir, estaba siempre
en guardia, alterado por lo próximo que pudiese ocurrirle. A pesar de todo, no
había querido dejar que los demás notasen su estado, quería seguir pareciendo la
misma persona de siempre. Ante todas las dificultades, se presentó cada día con
una sonrisa mayor al trabajo, aunque la verdad fuese que estaba exhausto y
aterrorizado.
Después
de lo ocurrido, buscó ayuda en todas partes y cuando los medios convencionales
le fallaron, buscó también en otro tipo de medios. Al final estaba dispuesto a
aceptar cualquier tipo de explicación, por descabellada que pudiese parecer. Se
convenció de que había sido víctima de magia negra, alguien le había echado una
maldición o algo así. Sabía que, de seguir de aquel modo, quien le había hecho
aquello no tardaría en acabar con él. Solo un milagro podía salvarlo y más o
menos eso fue lo que ocurrió. Recibió un correo electrónico anónimo que
contenía una receta para protegerse contra las malas artes.
No
le costó mucho reunir los ingredientes. Solo necesitó unas hierbas que compró
en una pequeña herboristería a las afueras de la ciudad y un brebaje llamado
vinagre de los cuatro ladrones. Cuando lo tuvo todo, antes de que el hechicero
le atacase de nuevo, se puso inmediatamente con el ritual. Escribió unos
dibujos en un papel, recitó unas palabras y se tomó una infusión especial.
Después, roció el papel con el vinagre que había comprado y finalmente le
prendió fuego.
No
tenía manera alguna de saber si lo que había hecho había funcionado, pero, aun
así, cuando el papel acabó de ser consumido por las llamas, sintió un gran
alivio, como si se liberase de unas cadenas que tenían a su espíritu preso.
Inmediatamente
supo que todo había pasado. Pero todo lo vivido le había llevado a plantearse
muchas cosas sobre sí mismo. Lo había pasado realmente mal y no le deseaba a
nadie una experiencia similar a la que él había tenido. Entonces pensó que tal
vez las bromas que hacía habitualmente podían llegar a ser ofensivas, que tal
vez estaba atormentando a alguien sin darse cuenta. En ese mismo instante,
decidió cambiar radicalmente su comportamiento. A partir de entonces sería más
serio y más cordial, haría solo bromas de buen gusto y cuando la situación fuese
la adecuada. La verdad es que siempre había sido alguien muy inseguro y tendía
a refugiarse en su sentido del humor, pero era hora de madurar.
Pensó
que lo primero que debía hacer el próximo lunes por la mañana al llegar al
trabajo era acercarse a aquella mujer que le gustaba y en lugar de burlarse de
ella para llamar su atención, le pediría disculpas y después la invitaría a
tomar algo si ella le perdonaba. Solo esperaba que no fuese demasiado tarde
para enmendar sus errores.