sábado, 31 de octubre de 2020

Relato: Un mensaje oculto

Saludos, como viene siendo habitual por estas fechas, incluso en periodos durante los cuales no actualizo mucho el blog, siempre me gusta publicar un relato de terror en Halloween. En esta ocasión, me vais a tener que disculpar, porque el relato que planeaba publicar se me ha ido un poco de las manos y está inconcluso. Sin embargo, aunque todavía no esté terminado y requiera algún que otro repaso, no voy a dejaros sin la dosis habitual. De manera que, sin más dilación, os presento la primera parte de esta misteriosa historia:

 

UN MENSAJE OCULTO (primera parte)

El libro era viejo, con una encuadernación oscura, de un tono casi negro, que devolvía reflejos azulados cuando la luz impactaba sobre su cubierta desde ciertos ángulos. No obstante estaba en perfecto estado, se notaba que lo habían cuidado bien. Era una pieza de coleccionista, algo que uno esperaría ver solo desde el otro lado del cristal de una vitrina. Y sin embargo el anciano lo había depositado en sus manos, en las manos de un completo desconocido, con total confianza.

La piel de la encuadernación se sentía seca y fría al tacto, y quizás debido al desgaste y la erosión que sin duda habrían producido los años, era muy suave, no se notaba ningún tipo de fricción. No pudo resistir el impulso de acariciar la superficie con las yemas de los dedos. No solo porque la sensación le produjese un cosquilleo muy agradable, en realidad, el nerviosismo era su principal motivo.

—¿Por qué yo? —era la pregunta más obvia y la que había luchado con más fuerza por salir de su cabeza— Seguro que tiene a su disposición lingüistas, matemáticos, anticuarios y mil especialistas mucho más cualificados. Yo no he hecho nunca nada parecido, y por más que me atraiga la idea de resolver el misterio o encontrar un secreto que nadie más ha podido descubrir, estoy bastante seguro que no voy a ser capaz.

—Tiene razón, usted no ha sido mi primera opción. He contratado a numerosos especialistas con el paso de los años. Gente más cualificada, como bien ha dicho. Algunos plantearon unas teorías interesantes… Más bien, rebuscadas. Se inventaban códigos donde no los había, me ofrecían respuestas absurdas. Todos fracasaron. Por eso he decidido cambiar mi manera de enfocar la situación. Y creo que usted es la persona perfecta para el trabajo.

—No ha respondido a mi pregunta.

—No, no lo he hecho. No quería empezar nuestra relación hiriendo sus sentimientos. Pensé que preferiría sentirse especial. Muy bien, ¿quiere que sea franco? Lo seré. Usted es la persona ideal porque no es nadie. Tan solo un artista fracasado. Su trabajo es original, evocador y provocativo, pero mediocre. Y no va a mejorar, nadie se va a interesar por sus obras, jamás podrá vivir de ello. Aceptará cualquier tipo de trato si ello le otorga algún tipo de reconocimiento, una manera de salir de las sombras.

Lo sensato hubiese sido ofenderse, sentirse insultado por la acusación sin fundamento y marcharse inmediatamente, sin volver a mirar atrás. Quería pensar que lo que le decían era mentira. No estaba dispuesto a aceptar cualquier trato a cambio de un mínimo reconocimiento. Y, sin embargo, no se movió del sitio. Se dijo así mismo que había sido debido al misterio, eso era todo. El asunto era demasiado intrigante como para darse la vuelta y olvidarlo todo. No obstante, también esperaba ser afortunado y sacar algo más de aquello. Sí que estaba desesperado después de todo.

—Co esto no quiero decir que vaya a aceptar —comenzó a decir, intentando recuperar un poco el control de la situación—, pero, si lo hiciese, ¿qué implicaría exactamente? ¿Qué tendría que hacer y qué me ofrece a cambio?

Abrió la puerta con sus preguntas. Ahora, dos semanas después se arrepentía del trato. Aunque, la verdad es que si hubiese sabido de antemano la frustración y las largas horas de estudio que le aguardaban, hubiese aceptado de todas formas.

Lo primero que había hecho había sido leer el dichoso libro. Una lectura larga y pesada, con nombres de personas desconocidas y aparentemente inconsecuentes, con la historia de una familia aburrida, sus partidas de caza, sus negocios, sus propiedades… todo extremadamente tedioso. Solo había, quizás, para quien conociese la existencia del misterio previamente, unos cuantos indicios de que había algo más que no era accesible para todo el mundo. Un murmullo, un rumor de que algo no encajaba del todo en la narración. Pero ese algo se le escapaba constantemente. Su único consuelo era saber que no era al único al que le había ocurrido, personas más capacitada que él había sucumbido ante la frustrante tarea.

Podía ir y venir a su antojo, sin importar la hora del día. No tenía llave para acceder a la finca, pero siempre había un empleado para abrirle la puerta, les habían instruido para ello. En cuanto a la casa, se le permitía utilizar el cuarto de baño de la primera planta, así como la cocina para empleados y el comedor anexo. Incluso disponía de un pequeño dormitorio privado donde pasar la noche y descansar, si así lo deseaba. Al principio no se había querido tomar demasiadas libertades. Ya fuese porque pensó que no era necesario, o porque le supiese mal molestar a los empleados de la finca a determinadas horas, prefería ceñirse a un horario de trabajo razonable. Llegaba por la mañana, después del amanecer, y se marchaba antes de que anocheciese. Pero poco a poco fue cambiando sus hábitos. Empezó por madrugar un poco más y marcharse algo más tarde. Y antes de darse cuenta había empezado a pasar noches en vela en el estudio donde se guardaba el libro.

Para manipular el manuscrito le habían impuesto una serie de normas. Estas se referían sobre todo a su cuidado y conservación. Lo más engorroso era el asunto de la seguridad. El estudio permanecía cerrado bajo llave en todo momento. Un ama de llaves abría para dejarle paso y volvía a cerrar la puerta en el momento en que accedía a la sala. Mientras que para abandonar la estancia debía hacer sonar una campanita en el interior para que acudiesen a abrirle.

Y a pesar de todo, la habitación había estado abierta y sin ningún tipo de supervisión la primera vez que había acudido a la casa.  Entonces se encontraba visitando el edificio junto con un grupo de desconocidos, realizando una visita guiada para observar las obras de arte de la colección privada del interior. Según la guía turística: “todo un tesoro de la historia local del pueblo”. El caso es que, en cierto momento dado, había visto a lo lejos un cuadro que le había llamado la atención, mucho más desde luego que el resto de las obras que el guía estaba enseñando. Así que, sin pensárselo dos veces, se había separado del grupo y había dejado que sus pasos le guiasen hasta aquella puerta abierta al final de un estrecho pasillo. Se había colado en el estudio, sin pensar que pudiese no estar permitido el acceso y, sin reparar en nada más, ni tan siquiera en la exquisita colección de libros que cubría varias estanterías en las paredes, se había adentrado hasta el extremo de la estancia donde, en la pared del fondo se exhibía un cuadro que parecía ser una representación de aquella misma casa varios siglos antes.

No había podido estudiar el cuadro en profundidad, porque al poco había sido sorprendido por el dueño de la finca, y de algún modo eso había derivado en una conversación que había acabado con la intrigante oferta de trabajo que había acabado por aceptar.

Todo había sido tan repentino que había tardado un par de días en caer en la cuenta de aquel extraño detalle: la puerta había estado abierta, cuando nunca lo estaba. No había que ser muy listo para darse cuenta de que aquel hecho no se trataba de una coincidencia. El encuentro había estado planeado. Es más, con el paso de las semanas, también había reparado en que, a pesar de la multitud de horas que permanecía en la casa, nunca había vuelto a ver que se realizase ninguna otra visita guiada. Pensar en todos estos hechos le turbaba profundamente, por ello apartaba los pensamientos rápidamente de su cabeza. No era difícil, el enigma del libro no le dejaba espacio para mucho más.

Le habían dejado trabajar a su ritmo y sin interrupciones ni interferencias. No había vuelto a reunirse con su empleador desde su primer y único encuentro. Le mandaba informes semanales, hablando de su progreso, o más bien de la ausencia del mismo. En estos documentos comentaba opiniones que extraía de sus lecturas e investigaciones, así como las ideas que se le ocurrían.

Y eso había sido todo hasta que el anciano solicitó una entrevista con él. Debían reunirse a última hora de la tarde en el mismo estudio donde se encontraba el libro.

—¿Va a prescindir de mis servicios? —preguntó en cuanto hubo tomado asiento frente el dueño de la casa, temiendo que ese fuese el motivo de la reunión.

—¿Acaso cree que debería hacerlo? No, no me responda. El motivo de nuestro encuentro es otro. Verá, me han informado de unos cambios en su rutina que me han llamado la atención.

—¿Cambios? No ha ocurrido nada que no le haya contado ya en mis informes.

—Y sin embargo, parece estar evitando deliberadamente consultar el libro. No solo acude con menos regularidad al estudio, además, cuando lo hace, no parece que esté continuando con la investigación.

—No lo entiendo, ¿piensa que le estoy engañando, que no estoy trabajando? ¿Y cómo sabe que no he tocado el libro durante los últimos días? ¿Acaso no le sirve con sus espías, también me observa con cámaras?

—El dramatismo es innecesario. No dudo de usted, y no, no le espío en secreto. Pero ya sabe que se toman muchas medidas de precaución en lo que concierne al libro. Me preocupa su seguridad. Y la vitrina en que está expuesto tiene un sensor que se activa cada vez que esta se abre. Es por ese motivo que sé que el libro no ha abandonado su lugar desde hace días.

—Si ese es el motivo de su preocupación, me parece que le he hecho perder el tiempo, entonces. Simplemente he estado revisando otros documentos, cartas, diarios, notas de otros autores… Es por ello que no era necesario utilizar el libro.

—Ya veo… Deberá disculpar a este anciano por sacar conclusiones demasiado rápido, parece que la edad lleva mi mente a lugares… extraños.

—No tiene por qué disculparse, solo está cuidando su inversión. Cualquiera en su posición haría lo mismo si no estuviese obteniendo resultados.

—Claro, claro. Su comprensión es admirable, y su honestidad… no debería estar en tela de juicio. A menos, por supuesto, que sea a usted mismo a quien esté intentando engañar. A menos que tenga miedo. A menos que lo haya visto.

Se hizo el silencio y la temperatura de la habitación pareció descender varios grados. El anciano fijó la mirada en sus ojos, esperando su reacción, leyendo el nerviosismo, el temor y la duda que había estado envolviendo su cordura y que ahora habían sido puestos en evidencia.

Le costó encontrar una respuesta. La pausa había sido demasiado larga y sus palabras no podrían justificar la demora.

—¿Qué haya visto el qué? No sé de lo que me está hablando —como el anciano había adivinado, la mentira pronunciada en voz alta estaba dirigida a él mismo. El tartamudeo y la respiración agitada no ayudaron a vender el embuste.

—¡Lo sabía! ¡Lo ha visto! —exclamó el anciano, emocionado— Y usted que pensaba que no era la persona adecuada…

—De verdad, no tengo ni idea de lo que…

—Vamos, vamos. Sé que debe estar confuso, pero le prometo que todo tiene una explicación, aunque no sea una que podamos comprender con facilidad. Para empezar, déjeme decirle que no ha sido el único que ha visto… algo. No, no me mire asía. No hablo de mí mismo. Uno de sus predecesores también lo vio, solo uno de ellos. Y le costó mucho más tiempo del que le ha llevado a usted —hizo una pausa, dándose cuenta de la mirada de estupefacción del confuso artista—. Disculpe, debería explicarme mejor. Es por la emoción ¿sabe? Han pasado años desde que se hizo progreso alguno. Pero tiene toda la razón, estos no son modos. Hay un procedimiento a seguir, debemos asegurarnos de que ha visto lo que creo que ha visto y no se trata de ningún espejismo.

Acto seguido, el anciano se puso en pie, abrió un cajón de un escritorio cercano y sacó una hoja de papel, a continuación cogió la pluma que había sobre la mesa y escribió algo. Pero no lo enseñó, en lugar de ello plegó la hoja dos veces y se la guardó en el bolsillo. Después regresó a su asiento.

—En este papel está la respuesta a la incógnita que nos está afectando a ambos de forma distinta. He escrito qué es lo que su predecesor vio, o al menos qué es lo que me contó que vio. Se trata de algo que está documentado y contrastado con otros testimonios de personas que habían estudiado el libro incluso antes de que cayese en mis manos. Así que podemos pensar que hay cierta veracidad en el asunto. Ahora, lo que le voy a pedir es, sin enseñarle lo que hay aquí escrito, que me cuente exactamente qué es lo que usted vio, cuándo lo hizo, y a qué cree que se debió su… descubrimiento. Solo entonces le mostraré la hoja de papel y creo que los dos nos sentiremos aliviados al ver que se trata de lo mismo.

No podía seguir refutando lo que decía el anciano, así que no tuvo más remedio que confesar su experiencia y también sus temores.

Curiosamente, la visión que la había perturbado no estaba relacionada con el libro, o por lo menos, no al principio.

Había sido una jornada de trabajo como cualquier otra. El día había pasado sin progresos. Debía estar empezando a oscurecer, pero esto eran conjeturas, basadas únicamente en la hora que marcaba su reloj de pulsera, ya que en el estudio no había ninguna ventana que diese al exterior. Se sentía fatigado mentalmente, pero todavía no quería darse por vencido. Así que decidió tomarse un pequeño descanso.

Se había sentado en una de las butacas y había dejado que sus ojos deambulasen por las paredes de la estancia a su parecer. Y desde luego, no habían tardado en acabar por posarse sobre el cuadro que había empezado toda aquella bizarra experiencia.

Había trabajado día y noche junto a aquella obra sin prestarle atención, demasiado envuelto en el estudio del libro como para reparar en nada más. Casi había olvidado aquella cualidad que parecía trazar una delgada línea entre la realidad y el mundo de lo etéreo. La pintura exhibía una melancolía de tonos otoñales, y era el escenario de un misterio que parecía rodear la casa cuando todavía parecía erguirse solitaria y poderosa en medio del campo, antes de que la civilización y las calles del pueblo vecino la atrapasen, la envolviesen  y la apartasen, de que le arrebatasen una extensión terreno que sin duda una vez fueron del propietario de la finca por aquel entonces.

Antes de darse cuenta, se había levantado y había comenzado a aproximarse al cuadro, victima nuevamente de la misma fascinación que había experimentado la primera vez que lo atisbó en la distancia. Se acercó todo lo posible, estudiando cada detalle, maravillándose con cada trazo, con cada sutil mezcla de colores.

Y entonces apareció la mujer en la ventana.

Por algún motivo, la figura le produjo un escalofrío. A pesar de la reducida escala con que estaba representada la mujer, aquel punto del cuadro que debía haber sido apenas un pequeño borrón de pintura, parecía tener una gran nivel de detalle, suficiente como para poder apreciar los rasgos de la persona que parecía mirar el mundo exterior desde en el interior del cuadro.

Ella le observaba desde una ventana ubicada en el segundo piso de la casa, de aquella misma casa que él pisaba en esos momentos, pero lo hacía desde otro mundo, desde otro tiempo… Y siempre había estado allí pintada. Aunque él no se hubiese dado cuenta hasta ese instante, la mujer debía haber estado allí desde el principio. Porque, por muy viva que parezca una obra, por realista que sea la representación, un cuadro no cambia, no se mueve por sí mismo, no es más que un recuerdo inanimado atrapado en un lienzo.

Pero aun así, por algún motivo le costaba creerse su propio razonamiento y le perturbaba la idea de que la mujer del cuadro hubiese estado todo aquel tiempo viéndole trabajar en silencio, intentando resolver un misterio imposible, riéndose para dentro porque ella conocía el secreto y no tenía ninguna intención de revelarlo.

Entre el escaso equipamiento que traía consigo, tenía una lupa para poder ampliar fragmentos de las páginas del libro en busca de, quizás, mensajes ocultos entre los caracteres. Bien, no había encontrado nada de eso a pesar de sus exhaustivos análisis. No obstante, ahora podía hacer uso del instrumento nuevamente en una tarea distinta. Acercó la lente hasta el cuadro y examinó la misteriosa figura que miraba desde la ventana.

El nivel de detalle era remarcable. Se podían apreciar tanto el color de los ojos de la mujer como los acabados de las mangas de su vestido. No solo era extraordinario sino que parecía imposible, no con técnicas convencionales. Pero ahí estaba y además…

La mujer desapareció.

No fue delante de sus ojos, pero casi. Había apartado la vista un momento, limpiando el cristal de la lupa, y cuando había vuelto a acercar la lente para continuar estudiando la figura, se había encontrado con que esta ya no estaba allí.

El descubrimiento le había provocado una repentina sensación de vértigo. Pensó que con los nervios quizás se había confundido y había aproximado la lupa a la ventana equivocada, pero no era así. No había nadie en ninguna ventana. ¿Lo había habido en algún momento? Esta era la pregunta que le asaltó de repente.

Se apartó del cuadro y regresó a la butaca, para dejarse caer abatido. El cansancio, eso debía ser. Había estado soñando dormido, un efecto secundario de haber andado tantas horas enfrascado en un problema sin solución, en un misterio absurdo. Esa era la única explicación, la más lógica. Así que no necesitó más para convencerse a sí mismo de que ya había trabajado bastante por ahora y debía regresar a casa a descansar. En otras ocasiones, cuando se había hecho tan tarde, se había quedado a pasar la noche en el dormitorio que le habían habilitado en la casa. Pero esta vez, decidió que debía alejarse del lugar, poner algo de distancia y desconectar por completo. Al fin y al cabo, no quería seguir viendo cosas que no existían.

Al día siguiente, sintiéndose descansado, ya había descartado la posibilidad de que la mujer de la ventana hubiese existido realmente, y continuó estudiando el libro. Pero, de vez en cuando, miraba de reojo el cuadro, solo por si acaso.

Las horas fueron pasando y una vez más fue sintiéndose víctima de un profundo bloqueo mental. Estaba desesperado y ya no sabía qué hacer para continuar. Comenzó a pasar las páginas del libro rápidamente. Más de lo que marcaban las normas para la correcta conservación del libro. Y entonces se detuvo.

Había una mancha extraña. La había pasado a tanta velocidad que no estaba del todo seguro, y tampoco parecía ser capaz de recuperar la página exacta. Repasó cada una de las páginas por delante y por detrás. Pero allí no había nada fuera de lo ordinario, nada que no hubiese visto ya un millón de veces. Así que rápidamente descartó la aparente visión, pensando que se había tratado de un simple efecto óptico.

Sin embargo, al volver la cabeza, descubrió que estaba siendo observado. La mujer estaba allí, una vez más asomada a la ventana. Incluso a pesar de la distancia que le separaba del cuadro, la silueta era inconfundible. Un segundo encuentro con el espectro del cuadro no era algo que pudiese achacar al cansancio. En efecto, la figura estaba allí, perfectamente dibujada. Era real.

Esta era toda la confirmación que su cerebro necesitaba para empezar a trabajar a toda potencia en busca de explicaciones. La temperatura de la estancia, el tipo de pintura que se hubiese empleado, la iluminación… Cualquiera de estos podían ser factores a tener en cuenta. Miró su reloj de pulsera. Era aproximadamente la misma hora que la última vez que había visto a la mujer del cuadro. No podía ser una simple coincidencia. Sabía que no era muy buena idea, ya que podía dañar la pintura, pero no pudo resistir el impulso de acercarse hasta el lienzo y tocarlo, justo en el punto donde había aparecido la mujer.

Paso la yema de los dedos por la zona y no fue capaz de distinguir ninguna diferencia entre el punto donde estaba la figura y la zona que la rodeaba. El tacto era similar, y la temperatura parecía ser la misma. Además, no había forma de que la luz incidiese de forma distinta en aquel lugar tan preciso, no cuando no había ninguna ventana en el estudio. ¿Podía existir un pigmento cuyas características cambiasen de forma cíclica a lo largo del día? Y de ser así, ¿podía haber mantenido sus propiedades con el paso del tiempo?

Le parecía improbable. No obstante, si existía algo así que pudiese ser aplicado en una pintura, nada impedía que la misma técnica se hubiese utilizado también sobre las páginas de un libro.

Volvió a pasar las páginas, esta vez un poco más despacio, buscando algo fuera de lo común. Y curiosamente no tardó en encontrarlo. En la esquina inferior, junto a la numeración de las hojas, había un símbolo extraño, unos trazos que cuanto más los miraba uno más le recordaban a una cara, grotesca, deforme e inhumana, que parecía abrir la boca con una sonrisa demoniaca.

La lógica y la sensatez le abandonaron. Sintió miedo. Había un ser atrapado entre las páginas amenazando con devorarle. Era una idea absurda, lo sabía. Pero la angustia y la sensación de malestar que aquellos trazos le provocaron estaban más allá de la a razón y el sentido común. Cerró el libro inmediatamente y se fue corriendo de la casa. Aunque no sirvió de nada. Podía ver la sonrisa maléfica en todas partes. Estaba en las fachadas, en las sombras, en las grietas del suelo, en los reflejos del cristal, y, peor aún, en sus sueños.

Así que, en un intento de olvidar aquella terrorífica imagen, no había vuelto a tocar el libro. Esperaba que todo hubiese sido fruto de su imaginación, prefería haberse vuelto loco antes que tener que volver a tropezarse con un símbolo que rezumaba maldad y parecía estar vivo.

Le narró su experiencia al propietario de la casa. Lo hizo lo mejor que pudo pero, sintiéndose algo ridículo por su falta de profesionalidad mientras lo hacía, escatimó en detalles al llegar a la parte de sus sentimientos de aversión hacia el símbolo del libro. Y entonces vio como el anciano le acercaba la hoja de papel sobre la que había escrito momentos antes.

—Adelante, mírela —le invitó con una sonrisa en el rostro.

Lo hizo. Sin decir nada, desplegó el papel y pudo ver que no tenía palabras escritas, tan solo había un dibujo en el centro. Era tosco y no del todo preciso, pero sin duda se trataba del mismo símbolo que había encontrado en el libro.

—Son solo líneas en un papel —le dijo el anciano—. No pueden hacernos daño. Y si alguien les ha querido conferir un aspecto amenazador, debe ser sin lugar a dudas porque ocultan un secreto digno de ser descubierto.

Pero el hombre, todavía atemorizado, pensaba que era algo fácil de decir para el anciano, quien tan solo contaba con una idea aproximada del efectismo del que estaba dotado el símbolo. Después de todo, él no lo había visto cobrar vida ante sus ojos.

Después de aquella reunión, tardó algo de tiempo en sentirse capaz de retomar su investigación, en superar aquel temor irracional y enfrentarse al libro.

Por lo que el anciano le contó, tan solo una persona de las que había contratado anteriormente había sido capaz de ver el símbolo, algo que lamentablemente solo pudo transmitir en los informes que dejó por escrito y que nunca llegaron a ser entregados. En aquel momento, la comunicación con su empleador no se realizaba por correo electrónico, sino que los documentos eran entregados en mano. Así que cuando el investigador sufrió un repentino ataque al corazón, debido a su mala salud y a que contaba con una edad avanzada, todo lo que quedó de sus últimos hallazgos fueron sus anotaciones. Quizás llegó algo más lejos en su investigación y fue capaz de dar un paso más allá del descubrimiento del símbolo, pero de ser ese el caso, se había llevado el secreto a la tumba. De aquel modo, el dueño de la finca había acabado por recuperar los informes pendientes, que se encontraban sobre un escritorio en la casa del difunto. Sin embargo, la lectura no le había aclarado mucho, únicamente le había confirmado la existencia de aquel símbolo que tan solo conocía por diversos diarios y documentos antiguos, los que hasta el momento había tachado de fantasías y superchería.

Así que al final, la curiosidad y la necesidad por terminar de resolver el misterio fueron más grandes que su miedo. Además, había una pequeña parte dentro de él que se sentía inflada por la satisfacción de ser una de las pocas personas que había conseguido llegar hasta ese punto de la investigación. Este orgullo no tardó en desvanecerse en el momento en que abrió nuevamente las páginas del libro y fue incapaz de volver a ver el dichoso símbolo.

No lo podía entender, pensaba haber resuelto al menos esa parte. Creía que el símbolo aparecía únicamente durante un breve intervalo de tiempo en una hora determinada de la tarde, coincidiendo con el anochecer. No obstante, aunque el momento del día era el adecuado, por más que pasaba las páginas no encontraba nada. Ello no le proporcionó el alivio que hubiese podido esperar, al no tener que volver a ver la sonrisa maliciosa que tanto pavor le había causado, sino que le llenó de rabia y frustración. Sabía que era real, tenía la certeza de ello. Había otros testimonios que lo confirmaban. Pero era posible que tan solo hubiese podido verlo por accidente, que hubiese sido una afortunada coincidencia.

Miró hacia el cuadro. La mujer estaba allí. En ese punto no parecía haberse equivocado. Aquella figura siempre aparecía a la misma hora. ¿Entonces, cuál era la diferencia con el libro? ¿Por qué había visto el símbolo antes y ahora no era capaz?

Se devanó los sesos en busca de una explicación, pero para cuando quiso darse cuenta la hora mágica ya había pasado y la mujer desapareció una vez más llevándose el secreto que tan celosamente parecía guardar.

Entonces se le ocurrió algo, tan solo una pequeña teoría disparatada más. Se dio cuenta de que la primera vez que había visto el símbolo, en realidad, su atención había estado en la mujer del cuadro, durante más de un día, además. Era tan solo una posibilidad remota, pero pensó que merecía la pena explorarla. Aunque, por supuesto, tendría que esperar al día siguiente para probarlo, cuando volviese a aparecer la mujer del cuadro. Por el momento, no se sintió capaz de regresar a casa, estaba demasiado ansioso, así que decidió pasar la noche en la casa.

Le despertó el sonido de la lluvia en el exterior. Alcanzó su reloj digital y comprobó que pasaban de las tres de la madrugada. Por algún motivo se sentía ansioso, no podía apartar de su cabeza la nueva idea que quería probar, y tener que esperar para hacerlo era una tortura. El secreto estaba en la mujer del cuadro. Pensaba que podía funcionar de forma parecida a cuando te concentras en un dibujo durante mucho tiempo y después cuando miras hacia una superficie blanca puedes seguir viendo la silueta. Era quizás un simple truco perceptivo, que solo funcionaba al combinar, en concreto, los colores y formas de la mujer expuestos sobre la tonalidad de determinadas zonas sobre las páginas del libro.

Su nerviosismo iba cada vez a más ante la impotencia que sentía por no poder ir en aquel mismo instante a comprobarlo. Pero, ¿no podía? Se le ocurrió que nunca había mirado el cuadro a aquella hora. Era improbable, pero podía ser que la figura fuese visible a más de una hora del día. Al fin y al cabo, desconocía por completo cómo funcionaba el sistema que habían utilizado para darle aquel efecto a la pintura.

Antes de tener tiempo para cambiar de parecer, ya se encontraba con los zapatos puestos y avanzando por el pasillo que conducía al estudio. Se plantó frente a la puerta y… Cayó en la cuenta. Por supuesto, la habitación estaba cerrada. Podría avisar a alguien para que le abriesen, pero no quería molestar al servicio cuando realmente no iba a trabajar y únicamente quería echarle un vistazo al cuadro. No hubiese estado bien. Así que no le quedó más remedio que darse la vuelta y volver por donde había venido. Si la mujer del cuadro estaba mirando por la ventana en aquel momento, lo haría a solas.

A menos que… Acababa de llegar al pie de las escaleras que conducían a la planta superior. No pensaba que hubiese nada allí arriba que pudiese ayudarle. No obstante, le atraía la idea de estar en la misma habitación y mirar a través de la misma ventana que la mujer del cuadro.

La casa estaba en silencio y prácticamente a oscuras. Tan solo se veía una débil franja de luz bajo la puerta que daba al ala del servicio. Para orientarse en la oscuridad utilizaba una pequeña lámpara eléctrica que imitaba la forma de las de gas de antaño. Sabiendo que técnicamente aquella zona le estaba vedada, se descalzó para no hacer ruido con los zapatos y dejo estos a los pies de la escalera, después comenzó a subir, pisando cada peldaño cuidado.

Tan solo escuchaba el sonido de su propia respiración agitada y un murmullo de fondo, la lluvia golpeando contra las paredes y las ventanas de la casa.

Si en su día no se hubiese separado del grupo de la visita guiada, probablemente también hubiesen ascendido por aquellas mismas escaleras, ya que el pasillo con el que conectaban estaba repleto de obras de arte. No obstante se había desviado en su momento, de manera que la configuración de aquella planta le era completamente desconocida. Tan solo tenía una idea aproximada de dónde podía encontrarse la habitación que buscaba. De manera que dirigió sus pasos hacia allí.

Mientras avanzaba, miraba de reojo todos los cuadros con los que se cruzaba. Si bien era cierto que eran distintos y presentaban estilos diferentes que la obra del estudio, la idea de que pudiese salir alguna figura misteriosa para observarle a través del lienzo, le perturbaba, y no era un pensamiento tan descabellado como lo hubiese sido unos meses antes, cuando todavía no había empezado a involucrarse en los secretos de aquella casa.

Había tres puertas en el lateral derecho del pasillo, cualquiera de ellas podía conducir a la habitación que buscaba. Pero las tres estaban cerradas, y no tenía manera de saber si había alguien en el interior. Si de verdad quería ver el interior de la habitación tendría que abrir alguna de las puertas. Era difícil hacerse una idea de cuál podría ser la correcta simplemente teniendo en cuenta el esquema de la casa y la imagen del cuadro tal como la recordaba. Así que probó una cualquiera, al azar. Optó por la puerta que tenía más cerca. Abrió lentamente, procurando no hacer ruido, por si había alguien en el interior o en las cercanías, y sin pararse a pensar en la intromisión que podía estar cometiendo. Dio un vistazo al interior, apartando la lámpara del marco de la puerta para no dejar demasiada luz. Estaba muy oscuro y sus ojos tardaron un poco en adaptarse al entorno.

A pesar de no poder ver el interior muy bien, sí que pudo apreciar que se trataba de un dormitorio, y además no estaba ocupado, no había rastro de persona alguna.

Así, con algo más de decisión se permitió alumbrar el interior para poder ver mejor. Era una habitación muy austera, signo de que no era utilizada habitualmente. Había una cama con dosel en un lateral, cerca de esta también había un tocador. A los pies de la cama había un pequeño arcón. Cerca de la pared había una especie de diván y al lado un armario ropero. Pero lo más importante era la ventana. Este era el detalle que le revelaría si se encontraba en el lugar adecuado. Y solo había una manera de comprobarlo…

Se adentró en la habitación y avanzó lentamente hasta la ventana, buscando a su alrededor con la mirada cualquier detalle que le indicase que aquella era la habitación. Pero no reconocía nada y continuó hacia delante, hasta el final, donde un tenue brillo pálido se filtraba entre las gotas de lluvia, entre el cristal y la tela de la cortina que lo ocultaban. Esa poca luz que llegaba del exterior era suficiente como para dibujar sombras sinuosas sobre la piel de un brazo tembloroso.

Descorrió las cortinas y se asomó al exterior. La lluvia caía con fuerza y cubría el paisaje con una sucesión de velos húmedos. Apenas podía ver algunas de las casas más cercanas gracias a la poca iluminación de las farolas de la calle, mucho menos se apreciaba el horizonte, devorado por la negra garganta de una noche especialmente densa.

Podía ser esa la ventana desde la que se asomaba la mujer del cuadro. También podía haber ido otra, la de la habitación contigua, quizás.

—¿Qué estoy haciendo? —se le escapó el pensamiento por la boca.

Pero entonces, cuando se disponía a regresar a su dormitorio para intentar volver a conciliar el sueño, se fijó en unas marcas talladas sobre la madera, en la parte inferior del marco de la ventana. Era un nombre, o al menos estaba convencido de que lo era. Pero por algún extraño motivo no era capaz de leerlo. A pesar de que alumbrase la zona con la lámpara, y por más que intentase concentrar la mirada en aquel punto, las letras estaban atrapadas en un plano distinto de percepción en…

—No deberías estar aquí.

Se quedó sin respiración, el corazón pareció dejar de latirle por un instante, y reaccionó girando rápidamente, golpeándose en la pierna con el diván, y dejando que la lámpara se le escapase de entre las manos. Alguien le había susurrado aquella frase en el oído, y lo había hecho estando muy cerca, suficiente como para notar sobre la piel el aire exhalado con cada silaba pronunciada.

Con el golpe la linterna se había apagado, dejándole prácticamente a oscuras. Ahora solo disponía de la poca luz que atravesaba la ventana.

Contuvo la respiración, intentando decidir si se había imaginado aquel susurro. La lluvia parecía ser su única compañía. Poco a poco fue recobrando la compostura, y cuando por fin se hubo tranquilizado se agachó para recuperar la lámpara, la cual no tardó en encontrar tras palpar la superficie del diván. No parecía que la lámpara se hubiese dañado, simplemente se había presionado el interruptor con el golpe. Así que la encendió de nuevo.

Se encontró cara a cara con la mujer del cuadro. Se hallaba frente a la ventana y le miraba con intensidad. Como si encontrase su reacción muy divertida, se apreciaba el amago de una media sonrisa en la comisura de sus labios. Pero no eran labios, era un símbolo, un símbolo maldito y demoniaco. Una boca terrible e inhumana se iba abriendo para devorarle.

Se despertó, esta vez de verdad. El dormitorio estaba en silencio, no caía lluvia en el exterior. Pasaban unos minutos de las tres de la madrugada. Aquella extraña pesadilla había resultado especialmente perturbadora, también se había sentido muy real, tanto que no creía que pudiese dormirse de nuevo. Se equivocaba. Al poco tiempo, el cansancio pudo con él y volvió a quedarse dormido, en esta ocasión sin sueños que perturbasen su descanso.

Llegó la mañana y procuró levantarse temprano. Sabía que en realidad no había motivo para apresurarse, la hora mágica tardaría en llegar, y sin esa ayuda no podía avanzar mucho más. Sin embargo, pensó que no perdía nada por acceder al estudio lo antes posible. Podría observar el cuadro de vez en cuando, atento a cualquier otro cambio, ya fuese que la mujer aparecía en más momentos, o cualquier otra figura que pudiese estar presente en otro punto del lienzo. Además, se le ocurrió que incluso que podía dejar una cámara grabando durante todo el día, de esa forma le sería más fácil comprobar los supuestos cambios que pudiesen producirse.

No estaba preparado para esta eventualidad, así que no tuvo más remedio que perder algo de tiempo en acercarse al pueblo para comprar un trípode sobre el que poder montar su cámara adecuadamente. Afortunadamente no le costó mucho encontrar lo que necesitaba y pronto estuvo de regreso en la casa.

Preparó la cámara de forma que todo el cuadro estuviese en el encuadre, bien enfocado y todo lo grande que fuese posible. Al hacer esto, aunque no pudiese estar él mismo pendiente de la pintura en todo momento, tenía la seguridad de que todo quedaría registrado.

Acto seguido sacó el libro de su vitrina y, por si acaso su teoría estaba equivocada, buscó el símbolo entre las páginas. Estudió el manuscrito a conciencia, pero, tal como había esperado, las marcas no aparecieron, por más que se concentró. Así que por el momento dejó el libro a un lado, no demasiado lejos, para tenerlo a mano después de ver la figura del cuadro. Era pronto y todavía tenía muchas horas por delante, las cuales decidió pasar leyendo varios documentos históricos. En concreto le interesaba todo aquello que hiciese referencia a la casa y sus habitantes. Era solo una idea, pero pensó que era posible que la mujer del cuadro fuese una representación de una persona real, alguien que hubiese residido en el edificio durante la fecha en que se pintó la obra. Y de ser así, quizás su identidad pudiese revelarle alguna pista sobre el secreto que supuestamente guardaba el libro, ya que era obvio que el cuadro y el libro estaban relacionados.

Pasó el día sin que pudiese encontrar ninguna mención sobre la existencia de la mujer del cuadro, mucho menos sobre su identidad. Y a medida que se iba acercando la hora, su atención fue centrándose cada vez más en la pintura, temiendo que se le pasase el momento y tuviese que volver a esperar otro día entero más.

De modo que en esta ocasión fue capaz de captar por completo la aparición de la mujer, la cual no fue repentina, ni tampoco se trató de una mancha de color que iba rellenándose de detalles, como hubiese podido esperar. No, la mujer apareció desde un lateral de la ventana, como si hubiese estado siempre en el interior de la habitación y solo ahora se acercase para mirar por la ventana. Además, el movimiento, aunque rápido, fue excepcionalmente fluido. No era completamente realista, porque habían algunos saltos entre las poses de la figura, pero sorprendentemente logrado para el medio sobre el que estaba representado el dibujo.

Puso toda su atención sobre la mujer, sobre sus diminutos ojos, devolviéndole la mirada. Y después, cuando consideró que había observado durante el tiempo suficiente, cogió la lupa y, como la vez anterior, estudió la figura con más detalle.

Recordó su pesadilla. Su mente había reproducido el rostro de la mujer con escalofriante fidelidad, esperaba que no volviese a ocurrir.

Captó entonces también la manera en que desaparecía la mujer. Ahora no se marchaba, sino que daba la impresión de que dejaba que parte de la cortina de la ventana se extendía lo suficiente como para tapar su figura, y después se iba haciendo menos visible a través de la tela, como si se alejase hasta el fondo de la habitación, hasta que tan dejaba de ser imperceptible.

Resistiéndose al embrujo de la elegancia con la que había desaparecido la mujer del cuadro, se apresuró a recoger el libro.  Esta vez el símbolo era claramente visible, en el mismo lugar, igual de terrible y amenazador que la última vez que lo vio. Pero más vivo, estaba muchísimo más vivo. No se contentaba con abrir la boca y enseñar los dientes, si o que el movimiento continuaba, como si se estuviese devorando a sí mismo, una y otra vez, en un bucle infinito, mientras iba creciendo en tamaño y moviéndose de una lado a otro. Al desplazarse a lo largo de la página, unos caracteres quedaban siempre  atrapados por su garganta, los mismos en todas las páginas en que aparecía el símbolo.

Estaba seguro de haber podido identificar el mensaje que se formaba al unir los caracteres, pero aun así se aseguró varias veces y lo anotó en su cuaderno. Se trataba de un número, escrito con letras: “Doscientos dieciocho”. El símbolo empezaba a perder su vitalidad, y también se veía cada vez menos. El efecto óptico se empezaba a desvanecer.

Actuando por puro instinto y sin pensar, buscó la página 218. Llegó justo a tiempo como para ver desaparecer una pequeña cadena de caracteres al final de un párrafo, tan bien integrada en el mismo que si no la hubiese visto en aquel preciso instante hubiese podido confundirla con el resto del texto. Se trataba de un nombre: Fanni.

Había leído ese nombre antes, aparecía en algunos de los documentos que había estado revisando horas antes. Fuera de contexto, el nombre no le había dicho nada, ahora, sin embargo, estaba convencido de que así era como se llamaba la mujer del cuadro. De manera que era un buen momento para volver a revisar todos los logares en donde aquel nombre y qué relación había tenido la mujer con los propietarios de la casa.

En un viejo diario de uno de los criados por aquel entonces, se nombre a la mujer de pasada en numerosas ocasiones. Al parecer había residido en la casa durante una temporada de varios meses, tiempo durante el cual debía ser tratada con el mismo respeto que los propietarios. Así pues, no parecía que fuese ningún miembro de la familia, pero si alguien de considerable importancia.

Por otro lado, el nombre también figuraba en libros de contabilidad junto a unas cantidades económicas muy grandes incluso para los estándares actuales. Esas cantidades se destinaban a una empresa llamada: Proyecto Blue Moon. Sobre este proyecto, sin embargo no parecía haber información alguna. Y hasta aquí pudo llegar, no parecía que pudiese seguir tirando del hilo por sí mismo, con lo que había llegado el momento de informar sobre sus descubrimientos.

El anciano volvió a convocar una reunión sin perder un solo instante, para la tarde siguiente. El correo era escueto, pero aun así, se podía apreciar su satisfacción con los resultados de la investigación, y también algo más…

Cuando llegó al estudio aquella tarde, pudo ver que el propietario de la casa se encontraba ya allí. Estaba sentado en un sillón, mirando un libro de gran volumen, que tenia apoyado sobre el regazo, y exhibía una sonrisa que le daba un aspecto no de persona feliz, sino más bien de demente.

—¡Ah! ¡Por fin ha llegado! —exclamó al verle entrar— Acérquese y vea esto. Creo que es la última pieza del puzle.

Dejó el libro sobre la mesita que tenía delante. Se trataba de un atlas de gran volumen, relleno de mapas que aprecian haber sido dibujados a mano y cosidos los unos a los otros para conformar el tomo.

—Mire, aquí —el anciano señaló con el dedo un punto en el mapa.

En un lugar en medio del océano aparecían escritas las palabras: Proyecto Blue Moon. Junto a estas, además, figuraban también unas coordenadas.

—¿Qué le parece? ¿Quiere acabar con lo que ha empezado? —preguntó el anciano, y sin dar tiempo a responder, le tentó con una nueva propuesta— ¿Qué le parecería acompañarme en un pequeño crucero?

sábado, 25 de julio de 2020

Relato: A ella le gusta la lluvia



A ELLA LE GUSTA LA LLUVIA 



Mírala, allá va la muy desvergonzada. Ni se oculta, ni nada. Y hoy es un buen día, uno de esos en que es fácil darse cuenta de que puede que no sea muy inteligente salir a la calle sin compañía. Pero no, se va y me deja aquí abandonado en un rincón olvidado. Como si ya no sirviese para nada. Y últimamente ni me mira. 

Yo no dejo de intentar llamar su atención. Le digo: “Cúbrete un poquito”. Pero no sirve para nada. Es más, ella todavía se destapa más. Para que le dé el sol, que es sano, dice. Eso sí, se lo dice a sí misma, porque a mí ni me dirige la palabra. 

Siempre igual. Al rato vuelve toda empapada, con la ropa chorreando y pegada al cuerpo, resaltando su figura sin ningún pudor. Pero le da igual, desfila frente a mí, olvidando que si hubiese seguido mi consejo aquello se podía haber evitado. Aunque pienso que quizás tampoco quiere evitarlo, que lo hacer a propósito. Le gusta que la vean así, le hace sentirse joven. 

“Pero no lo eres, joven, quiero decir. Ya tienes una edad y tienes que cuidarte más”. Ella se burla de mi comentario sin decir nada. Se quita la ropa, la mete en la lavadora, pone música a todo volumen, coplas, nada más y nada menos, y se da un baño de una hora. A veces pienso que no volverá a salir del baño, que se ha resbalado y… Yo no podría hacer nada. No puedo avisar a la ambulancia, ni tan siquiera podría ir hasta allí y ayudarla a levantarse si se hubiese caído. 

Puede que tenga razón, no sirvo para nada, por eso ya no quiere saber nada de mí. No tengo nada que aportar, mi tiempo ya pasó. Tal vez si estuviese más a la moda, por lo menos no le importaría tanto, igual entonces hasta se pensaba lo de que le hiciese compañía. Pero no es culpa mía, yo no elegí ser como soy. De hecho, eso fue algo que eligió ella. Y ahora me pide lo imposible, ahora soy yo el que debe cambiar. 

¡Oh! Y entonces sale del baño. No ha ocurrido ningún accidente. Pero trama algo, lo veo en su mirada. Todavía envuelta con una toalla se acerca hasta la ventana, descorre la cortina y se asoma al exterior. Está mirando el cielo y lo hace con añoranza. “¿Por qué será, si acabas de salir?”, me pregunto. Pero ya la he visto actuar así muchas veces. No sé lo que piensa, pero sí lo que pretende hacer. 

Ahora, en lugar de cambiarse a algo más cómodo y ponerse a zurcir calcetines o mirar viejas fotos, como debe hacer la gente de su edad, cogerá, se vestirá de nuevo y saldrá otra vez a la calle, sin importarle el tiempo. Cualquier excusa es buena. Se dirá a ella misma que se le había olvidado comprar la leche, o que necesita sellos para enviar una carta. El motivo es lo de menos. Tan solo quiere andar, que la vean, salir. Y por el camino saludará a todo el mundo y se parará a hablar con quien sea, siempre que tenga la oportunidad. 

De acuerdo, yo no he podido ver esto último. Cómo podría, si siempre estoy aquí metido. Pero cuando tarda tanto… Es lo único que se me ocurre que podría estar haciendo. Eso o jugar al bingo. Sí, seguro que lo que de verdad le pasa es que es una ludópata y no puede evitarlo. Eso lo explicaría todo. Bueno, todo menos los zapatos de baile. Estos últimos los usa varias veces a la semana. 

Camina hacia mí. Esto es nuevo, será un nuevo tipo de burla. Espera, no. ¿Me está mirando? ¡Me está mirando! 

Si pudiese saltar a sus brazos lo haría, para recordarle los buenos tiempos y perdonárselo todo, ya de paso. Pero no hace falta, ella me da la mano con cariño y me saca a pasear. ¿Tan difícil era? Esto era todo cuanto yo necesitaba. 

Está lloviendo muchísimo. Ella no se cubre y a mí me da igual. No debería ser así, supongo que en realidad lo que yo quería no era tanto sentirme útil, sino más bien no ser olvidado. Debería avergonzarme por no ir protegiendo a la dama a quien acompaño. La gente pensará mal de mí. Que piensen lo que quieran. 

Veo que nos acercamos a un café. Es un local de aspecto muy acogedor, íntimo, y hasta romántico, diría yo. Entramos y… Nos quedamos junto a la puerta. Alguien se acerca. No es un camarero que viene a guiarnos hasta una pequeña mesita agradable, esto no es un restaurante. Me siento confuso. Será la emoción, que no me deja pensar con claridad. 

Una mujer joven saluda. Y mi señora le dice: “Ten, aquí tienes el paraguas que te había dicho. Es un poco feo, pero es fuerte y va muy bien. Yo ya no lo uso, así que te lo puedes quedar”. 

Y la chica recoge el paraguas. La chica me recoge. Con el corazón destrozado cambio de manos. 

No le digo adiós. Ella no se da la vuelta para despedirse tampoco. Se pierde bajo la lluvia, tarareando en voz baja. 

“La abuela es todo un personaje, ¿no te parece?” La chica joven me habla a mí. “Ojala tenga yo su energía cuando tenga su edad”. 

Yo no puedo asentir, tampoco puedo sonreír, ni puedo devolverle la mirada. Lo que sí puedo hacer es abrir mi corazón de nuevo y proteger a quien me quiere. Y lo hago. Mientras pueda, lo hago.

domingo, 19 de abril de 2020

Relato: Almas en pena



ALMAS EN PENA 



En la reunión de las almas en pena la primera en hablar suele ser la más miserable de todas, que, además, siempre es la misma. A continuación hablan las nuevas y cuentan su trágica historia. Y como todas compartimos cementerio, a quienes no asistimos a la reunión nos toca tragarnos siempre todo el asunto, lo queramos o no. 

Hay quienes se meten en alguna cripta a jugar a las cartas imaginarias. Pero el juego solo tiene gracia durante las primeras manos, y siempre que no haya nadie con la manía de imaginarse siempre que gana, en contra de la buena fe de las demás jugadoras. Seguramente, la actividad sería mucho más divertida si pudiésemos usar cartas de verdad. Pero, claro, lo de no poder entrar en contacto con ningún objeto es un problema. 

Los pasatiempos verbales son, naturalmente, los más populares. Cuando alguien narra una historia realmente interesante, no tarda en formarse un corrillo a su alrededor escuchando con atención. Hace falta una gran imaginación, y es que a las almas no nos gusta escuchar la realidad de un mundo al que ya no pertenecemos, no del todo al menos. Preferimos relatos de lo que no pudo ser ni jamás será posible. Ello nos permite soñar, sin dormir porque no podemos, y pensar que podríamos dejar de ser almas y convertirnos en ideas. 

También están los juegos de palabras, pero siempre ganan los recién enterrados, aprovechándose de que las almas más antiguas no están familiarizadas con el lenguaje moderno. Y, por mi parte, estoy segura de que muchas hacen trampas y directamente se inventan las palabras, ya que no hay manera alguna de verificar su validez. 

El sol brilla y la luna también. Y todas danzamos con cuerpos etéreos y vaporosos. Las almas en pena nos miran de reojo, porque, mientras nosotras buscamos la manera de romper con la monotonía y descubrir nuevas diversiones en el más acá, ellas se regodean en su sufrimiento. Hay quien lleva varios siglos recordando su brutal asesinato. Y yo pienso: “Llevas más tiempo lamentándote del que viviste”. 

De vez en cuando una de las más tristes se acerca enfadada e interrumpe nuestros juegos. Nos pide respeto y nos pretende forzar a que escuchemos sus lamentos. Nosotras lo hacemos, nos reímos más fuerte, respetuosamente y con afecto, esperando que sean capaces de comprender que hay cosas que no se pueden cambiar, por mucho que nos moleste. Siempre llega el momento, a todas les llega, cuando el mundo sigue girando a pesar nuestra. La vida sigue, la muerte sigue. Y el sentido de todo ello es el que le queramos dar en su momento. Las almas nuevas no lo entienden, todavía no. Las almas viejas nos resienten, son demasiado orgullosas para aceptar nuestra visión. Y así predican ambas para no sufrir en solitario. 

En la reunión de las almas en pena, cuando acaba de hablar la última de ellas, se dan cuenta de que es momento de empezar de nuevo, esta vez con más miembros. Son pocas las que rompen el círculo y se unen al baile y los juegos. Son pocas. Sola aquellas quienes pudieron vivir el momento descubren con facilidad que en la muerte, a pesar de las limitaciones, todavía tienen algo que aportar y las penas solo existen mientras una insiste en recordarlas.

lunes, 16 de marzo de 2020

Nueva actualización de "El viento de Kalen"

Saludos, estos días estamos viviendo unos momentos difíciles. En casa y sin poder salir es bueno tener cosas que hacer. Por ello, aprovechando que hoy es lunes y he hecho una nueva actualización en mi novela web, aprovecho para recordar que podéis leerla gratis en el siguiente enlace:

La historia está muy avanzada y queda poco para alcanzar el final, de modo que tenéis material para rato. Y si veo que hay interés, aceleraré las actualizaciones para terminar la novela pronto y que esté disponible en su totalidad para quienes quieran aprovechar estos días para leer.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Relato: Problemas de la edad


PROBLEMAS DE LA EDAD


Había sorpresa en su mirada. No era la reacción que yo hubiese esperado, al menos no exactamente. Una poblada ceja blanquecina se alzaba ligeramente por encima de la otra. Sus finos labios se apretaban con fuerza el uno contra el otro. Y se rascaba con un dedo de la mano derecha por encima de la patilla, justo por delante de la oreja. 

Yo estaba esperando que dijese algo, pero no lo hacía, únicamente me estudiaba con atención. Al final, como me cansé de esperar, tuve que ser yo quien rompiese el silencio: 

—¿Y bien? ¿Qué opinas? 

—Pues no sabría qué decirte. Es todo tan repentino… 

No lo era. Para entonces llevábamos ya cerca de una hora de aquella manera, entre el escrutinio y la incredulidad muda. 

—Algo opinarás… 

—No sé. ¿Duele? —preguntó, centrándose en el resultado e ignorando la mera posibilidad del suceso en sí. 

—Emmm, no —la pregunta me cogió por sorpresa, aunque era agradable saber que, pese a todo, lo primero en lo que pensaba era en mi bienestar—. Bueno, la espalda me duele un poco. Pero es por la postura. 

—Sí, no debes estar cómoda. El techo es muy bajo. 

—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué voy a hacer? —eso era en lo único que había podido pensar yo desde que me había despertado. Esperaba que mi esposo tuviese la respuesta que yo había sido incapaz de encontrar. 

—Pues no podemos mover el techo. A los vecinos no les gustaría. 

Él pensaba que todavía seguíamos hablando sobre el techo. No se había dado cuenta de que mis preguntas eran de una naturaleza un tanto más trascendental que la perspectiva de una reforma. 

—Olvídate del techo. Hablo de mí, de nosotros. ¿Acaso no te importa lo que me ha pasado? 

—Claro que me importa. A ver, es bastante raro. Pero tú estás bien, ¿no? Ya nos adaptaremos, como hemos hecho siempre. 

A veces la simpleza de aquel hombre me sacaba de mis casillas. Esta no era una de esas veces. En realidad, la manera tan calmada con la que se había tomado el asunto resultaba de algún modo tranquilizadora. 

Di un suspiro y me senté en el suelo de la cocina con las piernas cruzadas. En aquella posición más relajada, el dolor de espalda no tardó en remitir. 

—Quizás deberías llamar al médico —sugerí. 

—¿Por lo de la espalda? 

—No, si ya casi no me duele. Pero deberíamos tener la opinión de un profesional, y yo no puedo salir así a la calle. 

—¿Y eso por qué? 

—Pues, para empezar, porque no quiero que todo el mundo se me quede mirando. 

—Igual nadie se da cuenta. 

—Igual —no pude evitar sonreír ante la ingenuidad de mi esposo—. Pero hazme el favor y llama al médico para que venga. 

—Vale, espera un momento. 

Entonces Mateo salió de la cocina en busca de su teléfono y de la tarjeta sanitaria. Yo pensé que lo mejor que podía hacer era quedarme allí sentada esperando. Aunque esa era una solución bastante pobre. Tarde o temprano tendría que levantarme y reanudar mi vida, de la forma que fuese. Por ahora estaba cómoda, pero podía ver un agudo dolor de trasero en mi futuro cercano. Y además, también estaba el asunto del trabajo. Eventualmente, llamarían para saber por qué no había acudido. Un día podía excusarme diciendo que estaba enferma, pero no más tiempo, cuando, en realidad, a pesar de todo, mi salud parecía ser tan buena como de costumbre. 

—Me preguntan por el problema del paciente, ¿qué les digo? —interrumpió mis pensamientos Mateo, que se encontraba junto a la puerta sosteniendo el móvil con una mano y tapando el aparato con la otra, para que no le escuchasen desde el otro lado de la línea. 

—Diles que es una emergencia… que no me puedo mover —no era del todo mentira. 

—Bueno, pero igual preguntan más detalles. Creo que es por si el médico tiene que venir con algún medicamento en especial. 

—Nada, si te preguntan, no sabes bien lo que me pasa, solo que no me puedo mover —era exasperante. Encima de mi situación, tenía que pensar yo en todo. 

Mateo asintió y volvió a dirigirse al auricular, repitiendo mis palabras con total exactitud. Era un buen hombre, pero no tenía mucha imaginación. Después dio las gracias y colgó. 

—Me han dicho que vendrá alguien en unos minutos. Aunque la mujer que me ha atendido no parecía muy contenta. Creo que de verdad necesitaba que le dijese algo más. 

—Tonterías. Seguro que no es la primera vez que llama gente nerviosa y desorientada. 

—Pero yo no estoy ni lo uno no lo otro. 

—Quizás, pero ella puede pensar que sí. Además, no podíamos discutir esto por teléfono, se hubiesen pensado que era una broma y no habría venido nadie. 

—¿Tú crees? ¡Qué mundo! ¡Qué mundo! —reaccionó como si fuese una nueva noticia para él que la gente pudiese gastar bromas de mal gusto sobre asuntos importantes, como una emergencia médica. 

Me sabía mal poner al hombre en un aprieto detrás de otro. También era horrible la sensación de impotencia frente a tener que realizar las más simples de las tareas, como una tonta llamada telefónica. No obstante, no tenía más remedio que volver a depender de mi esposo para otra cuestión más. 

—¿Podrías hacer una llamada más? Es que yo no creo que pueda marcar bien los números. 

—Claro, descuida. ¿A quién quieres que llame? 

—Al trabajo, para decir que no voy a poder acudir esta mañana. Diles también que es por un problema médico, y que les diré más cuando tenga más información. Pero si te preguntan, di que no es nada grave, no vaya a ser que empiecen a buscar a alguien para reemplazarme. 

—Espera, voy a apuntarlo para no meter la pata —cogió una nota del bloc pegado al frigorífico y un bolígrafo, y comenzó a apuntar, repitiendo en voz alta todo lo que anotaba—: No es nada grave, punto. Vale, ¿Algo más? 

—No nada, muchas gracias. El número está guardado en la agenda de mi teléfono. Es el que pone “trabajo” con letras mayúsculas. 

En realidad, aunque no pudiese marcar el número, con tal de que mi esposo lo hiciese, no hubiese tenido ningún problema para mantener una conversación. No obstante, no estaba de humor y mi voz me hubiese delatado. Así pues, era mejor que aquella tarea la realizase otra persona. 

Mientras tanto, me dediqué a estirar los brazos y las piernas para no se me agarrotaran los músculos. Toqué la pared con la punta del dedo gordo del pie. La cocina era un poco pequeña, pero nunca antes me había molestado el tamaño. 

Me puse en pie, en la medida de lo posible, y con mucho cuidado regresé hasta el dormitorio. Pensé que, a fin de cuentas, ya que no parecía que fuese a poder moverme mucho aquella mañana, no tenía ningún motivo para no volver a tumbarme en la cama hasta que llegase el doctor. 

—¡Ah! Estabas aquí —dijo Mateo, entrando también al dormitorio—. Ya he llamado. No he podido hablar directamente con tu jefa, pero me han tomado nota del mensaje igualmente. 

—¿Con quién has hablado? ¿Era Mariángeles? Seguro que lo tergiversa todo… 

—Pues no sé quién era, creo que no me ha dicho el nombre. 

—Da lo mismo. De todas formas, igual es mejor así. No te han hecho más preguntas de la cuenta. Ya arreglaré yo el entuerto cuando… bueno, cuando me lo arreglen a mí. 

—¿Quieres que te prepare algo mientras esperamos? ¿Una tila? 

—No, no hace falta gracias. ¿Tú no tienes que ir a trabajar a la fábrica? No hace falta que esperes conmigo. 

—Ya, pero ahora tengo curiosidad por ver que dice el médico. Y de todas formas, me jubilo en unos meses. Tendrán que ir acostumbrándose a no tenerme por allí. 

Dicho esto, se sentó a mi lado y me tomó de la mano. Y de aquel modo permanecimos los dos en silencio, a la espera de que llegase el médico. No hacían falta palabras, pasase lo que pasase, siempre nos tendríamos el uno al otro. 

A los pocos minutos sonó el timbre. Mateo se puso en pie y fue a abrir la puerta. Cuando regresó, lo hizo acompañado por una mujer alta que, por las arrugas de expresión y algunas manchitas en la piel sobre su rostro no debía ser mucho más joven que yo misma. Al entrar en el dormitorio, la doctora se quedó petrificada mirándome. 

—Me disculpo —dijo al darse cuenta de que estaba actuando con poca profesionalidad—. Me ha sorprendido. Estoy acostumbrada a ser la persona más alta de la habitación. Soy la doctora Navarro. Bien, ¿Cuál parece ser el problema? Tan solo me han dicho que no se podía mover. 

—Vaya, por su reacción pensaba que era obvio. Soy enorme —dije, haciendo un gesto con el dorso de la mano, llevándola desde mi cabeza hacia abajo del cuerpo. 

—Sí me doy cuenta de que su altura es… excepcional. Pero no veo como eso es un problema médico. ¿Está experimento algún dolor en las articulaciones, quizás? 

—Ahora no. Aunque cuando me pongo en pie, tengo que andar encorvada y no tarda en dolerme la espalda —me adelanté a las palabras de la mujer que ya comenzaba a abrir la boca para replicar algo—. Sí, sí, ya lo sé. ¿Por qué vive entonces en una casa con el techo tan bajo? ¿Era eso lo que iba a preguntar, verdad? Pues verá, no lo hago. El techo tiene la altura perfecta. O más bien, yo tenía la altura perfecta hasta ayer mismo, el techo no ha cambiado de posición. 

—¿Cómo? ¿Intenta decirme a ha crecido cerca de dos metros de altura en una sola noche? 

—Ese parece ser el caso. ¿Sabe? Mi esposo es más alto que yo, o lo era. 

La doctora miró en dirección a Mateo y sopesó su altura con la mirada. Mi esposo tampoco es un hombre particularmente alto, y al parecer, la doctora tenía problemas en asimilar la información. 

—Sí, está diciendo la verdad —confirmó Mateo. 

—¿Es esto algún tipo de broma de mal gusto? —las cejas de la doctora se curvaron hacia abajo y sus parpados se cerraron un poco mientras algunas arrugas sobre su frente empezaban a dejar entrever que la idea de que le estuviesen tomando el pelo no era de su agrado. 

—Espere, no. Le enseñaré las fotos —dijo Mateo mientras salía del dormitorio en busca de algún álbum donde pudiese mostrarle a la doctora mi altura verdadera. 

La doctora Navarro consultó su reloj de pulsera. Estaba claro de que ya había decidido que aquello era una pérdida de tiempo, pero aun así, todavía seguía plantada en la misma posición, quizás esperando ver cómo acababa la historia. 

Mateo regresó en seguida, con no uno sino dos álbumes bajo el brazo. Abrió el primero de ellos por la mitad y lo plantó delante de la mirada atónita de la doctora. Después empezó a pasar páginas, adelante y hacia atrás, mostrando una foto tras otra. Iba a hacer lo mismo con el siguiente álbum, pero la doctora se adelantó y se lo quitó de las manos para comprobarlo por sí misma. Se sentó en el borde de la cama, estudiando las fotografías con gran detenimiento. 

—Mire, esa es de nuestra boda —dije al ver la fotografía que estaba mirando en aquel momento—. Han pasado más de cuarenta años y hemos cambiado un poco, pero no tanto para que no se nos reconozca. En el otro álbum hay fotografías más recientes, ya las ha visto. 

Finalmente la doctora suspiró, cerró el álbum y lo apartó a un lado, dejándolo en la cama, junto a mis piernas. 

—Es increíble… —dijo después de unos interminables segundos de silencio. 

—¿Puede ayudarme? —pregunté, esperando que, ahora que la doctora parecía haber aceptado el suceso, tuviese alguna idea sobre cómo solucionarlo. 

—¿Saben? Ya son mayorcitos, no sé cuánto les habrán pagado, pero están quitándole tiempo a otros pacientes —explicó mientras se ponía en pie—. Estas fotos –dijo señalando el álbum— están muy logradas, pero sé que hay programas informáticos con los que se pueden hacer todo tipo de modificaciones realistas. 

—Pero si nosotros no tenemos ni ordenador. Yo ni siquiera he manejado nunca uno —confesó Mateo. 

—Ya, bueno, la gente que ha organizado la broma esta, o la cámara oculta o lo que sea, les habrá hecho el trabajo. Eso no es de mi incumbencia. Ahora, si me disculpan, tengo otros pacientes a los que atender. 

Después de aquello la doctora abandonó el dormitorio y se alejó hacia la salida de la casa. 

—Pero, mi esposa… —intentó detenerla Mateo. 

—Deja que se vaya—dije—. De todas formas, si no es capaz de creérselo, mucho menos iba a saber qué hacer. Eso es porque nunca ha visto nada parecido. 

Se escuchó la puerta de la casa cerrarse. La doctora ya se había marchado, dejándonos solos nuevamente. 

—La verdad es que siempre te he dicho que era única —dijo Mateo mientras se volvía a sentar a mi lado. 

—Sí que es verdad, cuánta razón tenías. 

—¿Quieres esa tila ahora? –preguntó mi esposo, pensando tal vez que el suceso me habría alterado. 

—No, pero podrías mirar a ver si tenemos el número de alguna inmobiliaria. 

—¿Los techos son muy bajos? 

—Lo son —admití por fin.