sábado, 23 de enero de 2016

Relato: Entre el invierno y la primavera


Entre el invierno y la primavera


La levedad de la madera, ahora carcomida después de haber aguantado más años de los que debería haberlo hecho, permitía que la puerta se moviese con mucha más facilidad que antaño. El precio a pagar, sin embargo, era tener que soportar el perturbador chirrido de los oxidados goznes metálicos, que permitían al propietario del mueble echar un vistazo al interior. Esto lo hacía con la esperanza de encontrar un sombrero de lana que tenía la certeza de haber guardado en aquel mismo sitio el invierno anterior y que tenía que admitir que, por un momento, incluso había llegado a pensar que no volvería a utilizar jamás.

Y es que la edad había causado tantos estragos en él como lo había hecho con el armario. Se sentía mayor y cansado, de modo que año tras año siempre pensaba que sería su último invierno. Pero el frío siempre pasaba, llegaba la primavera y él seguía en el mundo para ver cómo los nuevos brotes de las flores iban inundando, con un manto de vivos colores, todo el suelo que rodeaba su pequeña y apartada vivienda campestre.

“Quizás esta vez sea distinto. Es posible que por fin pueda descansar en paz y olvidar todas las penurias”. Se decía continuamente, sabiendo que se engañaba a sí mismo.

Fantaseaba con poder escapar de sus problemas y de una conciencia que le había hecho llenar de piedras el cada vez más pesado baúl que ocupaba un gran espacio en su mente, en aquel oscuro rincón rotulado con el nombre de “arrepentimiento”, justo al lado de la calle de la “vergüenza” y la esquina de la “soledad”.

Miró por la ventana que daba al exterior, con miedo de poner de nuevo los pies sobre el salvaje mundo que en breve estaría una vez más cubierto por la gélida sustancia blanquecina que acompaña siempre a esa estación del año.

Tenía que salir a recoger leña. Todavía no estaba listo para el invierno, no del todo. Había un rumor en el viento, algo que conocía muy bien y que le indicaba que ese año el frío sería todavía más intenso. Si estaba en lo cierto, no estaba lo suficiente aprovisionado. No le quedaba más remedio que luchar contra sus oscuros recuerdos y emprender la azarosa tarea que tenía por delante antes de que fuese demasiado tarde. Si llegaba a nevar, se podía olvidar de recoger la suficiente madera seca como para salir adelante. Si llegaba a nevar, el invierno le engulliría como había hecho con tantos otros que habían sido lo bastante imprudentes como para afrontarlo sin temor.

Al salir al exterior se le erizó todo el vello sobre la piel en los pocos lugares de la misma que todavía quedaban al descubierto, entre los pliegues de la ropa. Le ocurría con frecuencia. El lugar y la época eran una combinación peligrosa para el precario equilibrio de su descoyuntada psique. El invierno sería terrible, pero no tanto como la llegada de la primavera, cuando volviesen las flores.

Recordaba la primera vez que la vio. Fue toda una sorpresa que apareciese allí, en medio de la nada, en un lugar yermo y estéril que había dejado de vivir mucho tiempo atrás, donde poco más que una débil capa de malas hierbas debería surgir. Claro que, con la llegada de las flores las voces cesaron y lo hicieron para siempre. No más gritos de desesperación penetrando en cada rincón de su cabeza. En su lugar llegó el color, un tormento carmesí que era igual de doloroso pero a otro nivel bien distinto.

Pero nada de eso importaba ahora, o al menos ya no debería hacerlo, tenía cosas más importantes que el incesante debate con su insaciable alma acusadora. Los años no pasan en balde y era consciente de que ya no sería capaz de blandir el hacha como en su juventud. Carecía del vigor que había tenido entonces, tampoco tenía ya la misma pasión por la vida. Llevaba la herramienta en la mano, no era muy grande pero sí que estaba bien afilada, lo suficiente como para partir algunos troncos no muy gruesos sin demasiado esfuerzo, incluso para un viejo como él. Iría donde siempre, se adentraría un poco en el bosque y se agenciaría lo que necesitase. Aunque para ello tendría que pasar por encima de esa tierra que ahora parecía tan inocua y que, sin embargo, en poco tiempo sería capaz de asestarle incesantes puñaladas de locura a su marchita mente. Por un momento pensó en abandonar la tarea y en lugar de usar el hacha contra las ramas, lanzarla contra el suelo, con la esperanza de causar el daño suficiente como para que allí no volviese a crecer nada nunca más. Pero no lo hizo, siguió andando, intentando no pensar demasiado en ello. No porque su dominio fuese lo suficientemente grande como para guardar la compostura, sino porque sabía que cualquier esfuerzo sería en vano. Jamás podría erradicar la semilla del infortunio, una semilla que él mismo había plantado haciéndola indestructible.

Contra todo pronóstico, consiguió su propósito. Guardó una cantidad considerable de leña en el cobertizo y adquirió también los suficientes alimentos. Todo ello justo a tiempo para la primera nevada, como si el mundo hubiese estado esperándole.

Su invierno consistiría en cerrar ventanas y contraventanas, encender la chimenea y leer todos los artículos que había escrito a lo largo de su carrera como escritor, antes de que ocurriese todo, antes de abandonar sus sueños e introducirse en la carcasa hueca que ahora llamaba su cuerpo. Leería no para recordar tiempos mejores, lo haría para torturarse a sí mismo, con algo que podría haber sido y no fue, para culparse por todas aquellas cosas de las que nadie más podía culparle.

Así, los días pasaron y la nieve se asentó dejándole completamente atrapado en el interior de la casa durante un largo mes. La capa era tan densa que bloqueaba la puerta, impidiendo que ésta pudiese ser abierta. De haber podido salir, tampoco lo hubiese hecho, por lo tanto no le importaba demasiado, o al menos no fue así hasta que escuchó aquel ruido.

Al principio pensó que era su imaginación. No hubiese sido la primera vez que escuchaba algo inexistente. En la mayor de las soledades, en el más completo de los aislamientos, no es de extrañar que tarde o temprano nuestra propia necesidad de escapar del ostracismo nos haga experimentar falsas percepciones que rompan con la monotonía sensorial de la más grande de las privaciones. Pero, para su desgracia, en esta ocasión el ruido era real. Comenzó como una especie de rasgueo, después los arañazos se hicieron claros y más audibles, finalmente a ellos se unieron los gruñidos.

Corrió hasta la ventana y se asomó en busca de la fuente del sonido. Lamentablemente, tras aquel cristal helado era imposible distinguir demasiado. Solo había una pequeña zona que parecía conservar su estado translucido natural, una región tan pequeña que, para poder mirar lo que ocurría al otro lado, no le quedaba más remedio que pegar el rostro contra la helada superficie vítrea y cerrar un ojo, para, con el otro bien abierto, echar un vistazo demasiado revelador.

Los copos incoloros volaban por el aire, pero no caían del cielo sino que provenían de la tierra, de aquel lugar que estaba siendo ferozmente escarbado por una pareja de lobos. Los animales, de oscuro y llamativo pelaje, usaban sus afiladas zarpas desalojando así toda la nieve que tenían bajo ellos, en busca de algún tesoro oculto o de algún sabroso manjar, en vista de la baba que les bajaba por las mandíbulas formando un fino hilo amarillento que nunca llegaba a tocar el suelo.

El lugar que estaba siendo escudriñado por semejantes fieras famélicas no era otro que aquel que más temía el anciano. Si continuaban con aquello lo estropearían todo, arruinarían la tierra y ya no habría más flores. Los veía cavar con ansia, y hubiese podido jurar que, a medida que avanzaban y el hoyo se hacía más profundo, los ojos de las bestias se iban tornando de un diabólico color rojo sangre. No podía permitir que los lobos continuasen con aquello, debía impedir a toda costa que se profanase aquella tierra. Todavía era únicamente nieve lo que desprendían, el nivel había aumentado muchísimo después de la última nevada, pero el agujero crecía a gran velocidad y el polvo que salía desprendido hacia lo alto no tardaría en pasar de blanco a gris y después marrón tostado.

Tenía que hacer algo para evitar la inminente catástrofe, sin embargo sus opciones eran escasas. Se encontraba completamente recluido en la casa, la nieve cubría puertas y ventanas impidiendo que ninguna de ellas se pudiese abrir. Por lo tanto, sin modo alguno de salir al exterior, no sabía cómo podría ahuyentar a los lobos. Hubiese deseado estar fuera con la escopeta en la mano. De haber sido así, solo hubiese necesitado un leve gesto de la mano para poner fin a la pesadilla y aumentar de paso sus reservas de alimentos, dándose quizás un buen banquete aquella noche a cuenta de aquellos animales. Pero ni tenía la escopeta consigo, ni se encontraba en el exterior. Pese a ello, no podía permitir que aquellas criaturas se saliesen con la suya.

Sin pensárselo demasiado, cogió el atizador de la chimenea y lo descargó contra el cristal de la ventana, haciendo que éste saltara hecho añicos. Al instante, el gélido viento de las montañas penetró en el interior de su residencia, dando una bofetada de frío en un rostro asombrado por la violencia de sus propios actos.

El estruendo causado por el golpe hizo que los lobos abandonasen aquello que estaban haciendo y mirasen en la dirección del origen del ruido. De este modo, durante un breve instante, se encontraron mirándose los ojos del viejo con los de los animales. Dos depredadores estudiándose mutuamente, decidiendo el mejor curso de acción. Pero su voluntad fue mayor que la de las bestias, o al menos así lo debieron percibir éstas que, cabizbajas, regresaron hacia el bosque sin causarle mayores problemas.

Había logrado espantar a los lobos, sin embargo el daño ya estaba hecho, la tierra había sido removida y con ella también los recuerdos. Ahora se enfrentaba al temor de aquello que jamás debía salir a la luz y que amenazaba constantemente su mísera existencia. No podía apartar la mirada de aquel lugar donde los lobos habían estado cavando. Mientras existiese la más ínfima posibilidad de que los cánidos regresasen a terminar el trabajo, no podría descansar.

En su desesperación había cometido una nueva imprudencia. El temor le había hecho romper la ventana para ahuyentar a los animales. Lo había hecho sin pensar en las consecuencias, las cuales se comenzaron a notar de forma inmediata. Ahora el viento gélido de la montaña se colaba por el agujero que se había formado entre los cristales rotos. En cualquier otro momento del año aquello no hubiese tenido demasiada importancia, pero el frio del invierno tenía un hambre por la carne humana puede que incluso más voraz que la de los lobos que habían estado merodeando por el lugar poco antes. Si no hacía algo rápido para paliar los daños, no resistiría ni tan siquiera a aquella noche. Sabía que exponerse durante más tiempo de lo debido a aquella corriente de aire podría costarle la vida. Era un hecho, no una conjetura. La temperatura era lo suficientemente baja como para matarle.

Debía actuar con presteza, aunque, por un momento, se planteó la posibilidad de no hacer nada y dejarse llevar. Si realmente lo deseaba, sería tan sencillo como sentarse a esperar tranquilamente el huesudo tacto del jinete pálido cuando éste tirase al fin de él para hacerle su acompañante en la eternidad. Podría acabar con todo en ese mismo instante y olvidarse por fin de su tormento. Este año la primavera no tenía por qué llegar.

A pesar de todo, sus mórbidos pensamientos fueron solo eso, ideas de una mente demasiado cansada como para hacer frente a sus temores, pero que, pese a ello, quiere seguir luchando por su vida, por desdichada que le resulte. Finalmente decidió hacer un remiendo en la ventana con algunos cartones y cinta aislante que tenía en el interior de la cabaña, un arreglo algo chapucero, pero suficiente como para mitigar los efectos del frío, que aunque seguía filtrándose, ya no lo hacía en una dosis potencialmente letal.

Lo días pasaban y su agotamiento era cada vez mayor. Estaba siempre alerta, con los nervios de punta, saltando ante cualquier sonido, ya fuese por el viento silbando en la lejanía o por el rasguño de alguna rama. Había perdido la paz para siempre en la eternidad de aquel infernal invierno. Si simplemente pudiese salir y comprobar que todo estaba bien, entonces quizás pudiese tranquilizarse, puede que el corazón volviese a latirle con normalidad y dejase de sonar como los tambores de algún ejercito tribal en la madrugada previa a una gran batalla. Pero seguía sin poder salir al exterior, la nieve era su carcelera y no tenia modo alguno de saber cuándo comenzaría el deshielo. Cada año era distinto, podía haber variaciones de incluso más de un mes. Tenía alimento de sobra para aguantar tanto tiempo, y ese era de hecho el menor de sus problemas. En su estado de ansiedad actual, sin poder si quiera dormir del tirón, despertándose súbitamente alarmado cada cinco minutos, si continuaba así, aquella sombra invisible acabaría definitivamente con él.

El invierno apretaba cada vez más y no parecía que el mal tiempo fuese a arreciar próximamente, es más, a juzgar por el tono cada vez más ennegrecido que tenían las nubes que sobrevolaban la montaña, todo apuntaba a que lo peor estaba todavía por llegar.

Con los años de retiro había llegado a conocer muy bien aquellas montañas, sabía interpretar las pequeñas señales y los cambios atmosféricos, de modo que ya nunca le sorprendía el clima. En esta ocasión no fue distinto, días después de su predicción se desató el infierno, uno de gélidas llamas incandescentes que convertían en hielo todo aquello que tocaban con su helada lengua de plata. En vista de la nueva situación, tendría que gestionar mejor los recursos disponibles, desgraciadamente cada vez quedaba menos que gestionar.

Las manecillas del viejo y maltrecho reloj de pared avanzaban despiadadamente marcando el paso de las horas, haciendo que se aproximase el inevitable momento que tanto temía. No quería sobrevivir al invierno. Todas las posibilidades estaban en su contra, pero aun así, de algún modo, sabía que su corazón seguiría latiendo cuando se retirase la nieve y comenzasen a florecer esas infames plantas de su jardín.

La noche se iba haciendo cada vez más larga mientras consumía lentamente los últimos resquicios de cordura que todavía pudiesen haber quedado en su interior. La oscuridad se cernía sobre la cabaña tras cada atardecer como un pesado manto opaco causándole una gran opresión, y sentía como si le fuese arrebatado el oxigeno por esa densa sustancia negra que le robaba horas de luz sin darle nada a cambio.

La situación no tardó en hacerse completamente insoportable, y sin embargo no tenía más remedio que aguantar el tirón y esperar que todo acabase pronto, a ser posible en la forma más literal de la expresión. Se repetía a sí mismo que aquello no era peor que otros años, que simplemente era un invierno más, pero sabía que no era cierto, esta vez había algo distinto, algo que si bien no sabía distinguir con claridad, sí que tenía la certeza de que no era en absoluto un buen augurio.

Las llamas de la chimenea debían de proporcionarle confort, pero en su lugar solo veía demonios danzando al son de una macabra melodía, compuesta de chasquidos y de un espectral tono inaudible para los seres mortales, pero no para él que, cada vez mas ajeno al mundo real, empezaba a ser capaz de reconocer la música. Eran gritos de dolor y agonía lo que escuchaba, donde el ritmo lo marcaban unos largos silencios, que tenían el poder incluso de acallar el ulular del viento, transportándole así al terrorífico mundo de la más absoluta nada. Allí tan solo se encontraban él mismo y el fuego, compartiendo secretos que nadie debería escuchar jamás.

Podría haber hecho mil y una cosas para pasar el tiempo, pero era incapaz de concentrarse con nada. Todo lo que hacía era mirar el fuego mientras sus pensamientos se retorcían con vida propia en el interior de su cabeza.

Había perdido toda noción del tiempo, así como la percepción de sí mismo, pero nada de ello había sido suficiente como para aislarle de los espíritus que le acechaban constantemente. Sabía que era todo fruto de su imaginación, un castigo que se tenía más que ganado, pero aun así este conocimiento no hacía la carga menor. Tenía problemas para distinguir la realidad de la ficción, no diferenciaba entre cuándo estaba dormido y cuándo estaba despierto. Por ese motivo, se encontró un día, sin saber cómo, entablando una extraña conversación con un rostro vítreo que solo movía los labios, tratando de contestarle, pero que no emitía sonido alguno.

Pidió mil y un perdones a la aparición, esperando que esta se esfumase de una vez por todas. Pero fue inútil, el fantasma no tenía la menor intención de abandonarle.

“No puedes hacerme daño y lo sabes”, le dijo al etéreo rostro flotante. Pero no obtuvo ninguna respuesta. El espectro le miraba, sin cambiar la expresión. No tenía modo alguno de adivinar las intenciones de aquel ser que se negaba a volver a su lugar de reposo.

No le quedó más remedio que ignorar a aquella familiar cara, darle la espalda y resistir la tentación de girarse, por más que quisiese comprobar si aquello seguía estando en el mismo sitio. Dirigió su vista una vez más al fuego, esperando que este le cautivase tanto como había estado haciéndolo hasta aquel momento y lograse apartar su mente del espíritu. Aunque regresasen los recuerdos no le importaba, cualquier cosa era preferible a tener que volver a ver aquellos ojos inexpresivos.

Por desgracia, ya era demasiado tarde y la curiosidad se había apoderado de él. Su mente no dejaba de elucubrar con el motivo de la visita o las intenciones que esta pudiese tener para con él. Pero, por encima de todo, esa fuerza mayor que le impulsaba a mirar a la aparición de nuevo, era la necesidad de averiguar qué era lo que se escondía detrás del fantasmagórico rostro, ¿ira quizás?, ¿resentimiento? Puede que lo que hubiese tras aquella expresión fuese mucho peor, quizás solo fuese una pregunta dirigida silenciosamente hacia su persona, una pregunta que no podía ser otra que un simple: “¿Por qué?”

Notó que se le humedecía la mejilla. Solo con tener aquellos terribles pensamientos, al planteársele semejantes interrogantes, había sido suficiente para que sus ojos se empañasen y dejasen caer el más amargo de los fluidos por su cara. Se preguntó si acaso los fantasmas podrían llorar también. Igual, si se giraba en aquel momento, eso sería lo que se encontraría, una lagrima precipitándose hacia el suelo desde la atormentada criatura, para ir a estrellarse con la madera, dejando una mancha de ectoplasma en la superficie, visible únicamente para quienes conozcan su significado.

Pero no se volvió para comprobar si sus temores eran ciertos o si todo había sido simplemente una alucinación. No podía enfrentarse a sus miedos cuando estos eran tan reales. Se sentía observado, sabía que no era su imaginación, era algo de algún modo palpable, algo que le cortaba el aliento y le hacía encogerse sobre sí mismo. Mientras aquella sensación permaneciese, no podría volver a mirar por encima de su hombro, no podría darse la vuelta, aunque ello supusiese permanecer en aquella misma postura durante lo que quedase del invierno.

Su cuerpo fue quedándose cada vez más rígido, incapaz de moverse, congelado al mismo tiempo por el miedo y por el frío. Finalmente se rindió y decidió ceder ante el que esperaba que fuese el sueño final, un sueño al cual ninguna visión fantasmagórica sería capaz de seguirle.

En un momento dado, notó una extraña y cálida sensación recorrerle la nuca. Fue esto lo que hizo que saliese de su estado de sopor y regresase a la vida.

Cuando abrió los ojos, comprobó que la luz inundaba toda la cabaña, dándole un tono dorado a la madera. No sabía durante cuánto tiempo había dormido, podrían haber sido unas horas solamente, su cuerpo no le daba ninguna señal interna que pudiese revelarle este dato. Se notaba descansado y con renovada energía, aunque con hambre, con un hambre más voraz que la que había sentido nunca antes.

Se levantó de la silla, abandonando su posición frente a la chimenea y se giró para mirar por la ventana y comprobar cuál era el estado actual del tiempo. Solo entonces recordó el motivo por el que había estado tanto tiempo sin moverse y, pensando que aquel terrible ser estaría todavía allí, cerró inmediatamente los ojos para evitar encontrarse con él. Sin embargo, inmediatamente se sintió ridículo, ya no se sentía observado, pensó que probablemente nunca lo había estado. Abrió los ojos.

No había nada frente a él, ninguna presencia, únicamente un brillante rayo de luz filtrándose a través de la superficie de la ventana que no estaba cubierta de cartón.

De algún modo todo había cambiado respecto a la última vez que había estado despierto. Ya no hacía tanto frío, había mucha más luz, el olor también era distinto y volvía a escuchar el sonido de los pájaros de la montaña. De la noche a la mañana la pesadilla había terminado y todo volvía a la normalidad.

Se aproximó a la ventana y arrancó con las manos el remiendo que había puesto para protegerle del frio. Se quedó mirando al exterior y la visión le dejó atónito. El invierno había acabado.

La nieve había desaparecido completamente, un manto de color volvía a cubrir todo el terreno circundante a la cabaña y los insectos revoloteaban despreocupadamente por el aire como si no se acordasen que, no mucho antes, aquellos mismos parajes eran inhabitables.

Era consciente de que lo que veía no podía ser cierto. Estaba alucinando ahora o lo había hecho antes, pero sabía que el deshielo no ocurre con tanta velocidad. No podía ser que en unas pocas horas hubiese desaparecido toda la nieve y hubiese vuelto a resurgir la vegetación. O el tiempo se había acelerado súbitamente, o había dormido más de lo que creía, mucho más. Aquella inquietante idea le produjo una súbita sensación de mareo, ante lo cual tubo que apoyarse sobre el alfeizar de la ventana para no caerse. Se preguntaba cuánto habría dormido, ¿días?, ¿semanas?

Aquel pensamiento le resultaba realmente perturbador. Había dormido durante el resto del invierno y ahora ya era primavera…

Primavera… había llegado la primavera. De repente sintió una oleada de terror crecer con fuerza en su interior. Había sobrevivido para ver otra primavera, algo que nunca creyó que ocurriría y que temía más que nada en este mundo.

Rápidamente se abalanzó sobre la puerta con la intención de salir al exterior de la casa. Tenía que comprobar que todo estaba bien, tenía que asegurarse. La puerta se abrió con facilidad a pesar de haber estado completamente cerrada durante todos los meses que había durado su encierro forzoso. Salió como una exhalación hacia aquel lugar que tantos dolores de cabeza le había producido, pero antes de llegar se quedó paralizado. Solo a unos metros de distancia, podía ver algo que sobresalía de la tierra. Había una sola flor, era de color rojo carmesí, la más hermosa que nadie hubiese visto nunca. Una flor cuyos pétalos teñidos de sangre recordaban el crimen y el dolor que le daban vida.

No quería acercarse más, ya había visto suficiente, pero sus pies se movían solos. Paso a paso iba aproximándose al lugar donde empezó la pesadilla. Recordó entonces haberle regalado a su amada una preciosa amapola en el día de su aniversario, una flor muy similar a la que ahora veía cada vez más cerca, floreciendo en el mismo lugar donde siempre lo había hecho cada primavera desde el día en que llegó a la cabaña. Recordó haberse ido a trabajar tras darle el regalo, que solo era un anticipo de la velada que había preparado para la noche, una noche que nunca llegaría. Recordó que solo unos minutos después de haber salido por la puerta del apartamento, había tenido que regresar a recoger unas notas que necesitaba para redactar su último artículo y que se le habían olvidado. Entonces fue cuando la vio y se desencadenó una cadena de acontecimientos que le llevarían al momento actual.

Había sido traicionado. Su esposa, esa amante infiel, yacía en los brazos de la más vil de las criaturas, que no era otra que una obra de su propia creación. Ella había encontrado el Golem que había dejado tantos años escondido durmiendo en el fondo de un cajón, y ahora le estaba dando nueva vida.

Se quedó helado ante la visión de aquella a quien había jurado amar, leyendo a hurtadillas el más intimo de sus escritos, aquella historia inacabada, fruto de su juventud e inexperiencia, de la que tanto se avergonzaba y que a pesar de ello nunca había encontrado el valor para destruir.

No sabía si ella había encontrado el manuscrito por accidente o lo había buscado de forma premeditada. En cualquier caso, el mal ya estaba hecho. La vio allí, de espaldas, sentada en la mecedora pasando las páginas de su mayor fracaso con gran interés, y de repente sintió algo que no había experimentado nunca antes. La odió con toda su alma. Se sintió mancillado, como si la muy arpía hubiese extendido sus zarpas hasta lo más profundo de su alma y le hubiese arrancado un pedazo contra su voluntad.

Perdió el control, se le nubló la mente y, en un intento de recuperar la obra y destruirla de una vez por todas, la situación tomó un giro inesperado. Cuando se dio cuenta de lo que había ocurrido ya era demasiado tarde. Se había encontrado a sí mismo reflejado en un espejo, con los restos del libro en la mano y su esposa muerta a sus pies. En algún momento, ya fuese con el forcejeó o la sorpresa que pudo producirle su reacción, ella había caído y se había golpeado la cabeza con el canto de la mesa, con tan mala suerte que el golpe había resultado letal.

Le entró el pánico y pensó que debía hacer algo, que debía huir a toda costa, pero no quería dejarla detrás, no podía permitir que nadie descubriese lo que había ocurrido. Levantó el cuerpo de su difunta esposa y, tal como estaba, la arrastró hasta su coche. En aquel momento había pensado que había sido una fortuna que nadie le hubiese visto mover el cadáver, pero el invierno, en un pueblo tan tranquilo como en el que vivían, hacia que muchos barrios estuviesen completamente despoblados en las horas de más frío.

Recorrió cientos de kilómetros hasta llegar a aquella cabaña alejada del mundo, que no era otra que la segunda sorpresa que tenía preparada para su amada, un lugar apartado donde pudiesen descansar y relajarse, y donde deberían haber cenado aquella noche de celebración, acompañando la comida con dos copas de vino. Pero ella ya nunca lo vería.

La enterró en el terreno frente a la casa, a ella y a su obra, ambos receptáculos de su amor y ahora motivo de su vergüenza.

Nunca más había vuelto a la civilización después de aquello, se había castigado a sí mismo convirtiéndose en el guardián de la tumba de su mujer para toda la eternidad. Y, cuando la voluntad le fallaba, siempre había algo que le hacía recordar su crimen. Cada primavera, en el lugar donde se encontraban los restos de su esposa, siempre crecía una amapola de color rojo, una flor que no pertenecía a la zona y que misteriosamente aparecía cada año, por más que la cortase.

Un gruñido a sus espaldas le sacó repentinamente de la bruma de los recuerdos, trayéndole de nuevo a la realidad. Se detuvo de golpe y se dio la vuelta para comprobar el origen del ruido.

Frente a él había un lobo, uno de los que había visto durante el invierno sin duda. Vio que el animal llevaba algo entre las fauces, le pareció que era algo parecido a un conejo alargado, pero de ser así era el conejo más raro que había visto nunca. Entonces se fijó más y se dio cuenta de su error. Aquello no era un conejo, estaba cubierto de piel pero aquella piel hacía mucho tiempo que no pertenecía a nada vivo, era algo mucho más perturbador. Lo que sujetaba el lobo con firmeza entre los dientes no era otra cosa que un brazo, cubierto entre los restos de un antiguo abrigo de piel. Conocía aquel abrigo, porque lo haba visto antes, pero, por encima de todo, conocía a la propietaria de aquel brazo. La alianza, todavía intacta, bailando en el hueso del dedo anular de aquel miembro amputado, no dejaba duda alguna, aquellos restos pertenecían a su esposa.

Ahuyentó al lobo con piedras y, aunque este se rehusó a soltar su presa, se marchó del lugar sin causar más problemas. Pero ya era demasiado tarde, su secreto había vuelto a salir a la luz del día. Se acercó hasta la tumba y descubrió el agujero que habían cavado los lobos.

La amapola yacía en un rincón, arrancada del suelo, pero todavía intentando alzarse hacia el cielo, desafiando la gravedad y plantándole cara.

El esquelético cadáver de su mujer estaba completamente al descubierto. Ahora de ella no quedaba más que una estructura reseca que poco tenía que ver con la persona que una vez había sido. El abrigo con el que la enterró estaba hecho pedazos, al parecer los lobos se habían ensañado especialmente con la prenda al pensarse que era algún tipo de animal.

En cualquier caso, no tenía sentido que se quedase más tiempo contemplando aquella visión y culpándose de nuevo por lo sucedido. Lo único que podía hacer ahora era volver a rellenar el agujero y pedirle perdón a su mujer por haberle fallado de nuevo. Pero entonces se detuvo, algo llamó su atención. De uno de los bolsillos interiores del abrigo, ahora visibles por la acción de los lobos, sobresalía una cosa extraña, no lo veía con claridad, pero sabía que era importante.

Para salir de dudas, se introdujo en el agujero y se inclinó sobre los restos de su esposa para alcanzar aquello tan raro que había vislumbrado. Lo extrajo del bolsillo y lo sostuvo entre los dedos. Entonces, al darse cuenta de lo que era, se sintió más estúpido que nunca. Se había pasado años perturbado con algo que creía que era un fenómeno paranormal, diciéndose a sí mismo que aquello era obra del espíritu vengativo de su mujer que volvía cada año para darle caza, cuando en realidad todo era mucho más simple.

Al parecer, cuando enterró a su esposa, al ponerla en aquel hoyo, tal cual estaba en el momento de su muerte, no se había percatado que ella había conservado aquella muestra de su afecto cerca del corazón desde que él se la había regalado.

El objeto que ahora sostenía entre las manos, era lo que quedaba de las raíces de la amapola que florecía cada año contra todo pronóstico y que ahora los lobos habían arrancado de la tierra. El motivo del misterioso fenómeno era, después de todo, tan simple como que su esposa había conservado en el bolsillo del abrigo la amapola que le había regalado el día de su aniversario, la cual había encontrado, al enterrarse, las condiciones idóneas para florecer cada primavera.

Se rió de sí mismo. Qué ingenuo había sido al pensar en fantasmas. Lo cierto es que ya había pagado por su crimen con creces, tal vez ya era hora de olvidar el pasado y regresar a la civilización. Se olvidaría de aquel cuerpo decrepito para siempre y pasaría los años que le quedasen en algún lugar que no albergase tantos malos recuerdos.

Así, con aquel pensamiento en mente, se incorporó de nuevo, dispuesto a abandonar aquella cabaña para siempre. Pero, al levantar la cabeza, se encontró cara a cara con el iracundo rostro del segundo de los lobos, al cual ya había olvidado y que, sin perder un segundo, se abalanzó sobre él con las fauces abiertas, para desgarrarle el cuello.

Cayó de golpe, desangrándose rápidamente y sin poder moverse, pensando que en cualquier momento la bestia se lanzaría de nuevo sobre él para devorarlo vivo. Pero el animal no volvió a atacarle, en lugar de eso comenzó a arrojar tierra sobre él, tapando de nuevo el agujero. En seguida se incorporó también a la labor el segundo lobo, al que creía haber espantado momentos antes, y entre los dos animales la tarea se volvió mucho más rápida.

Antes de darse cuenta estaba completamente envuelto en tinieblas, tratando de retener el poco oxigeno que le quedaba y que se agotaba con gran velocidad. Pero no estaba solo allá abajo, había alguien más con él.

El rostro de su difunta esposa cobró vida de repente y, pese a la oscuridad, pudo verla en toda su perfección, del mismo modo en que lo había hecho cuando aquel espectro se le había aparecido antes de quedarse dormido frente al fuego durante el resto del invierno. Pero había algo distinto, porque el rostro ya no estaba inexpresivo, ahora su esposa le sonreía. Le sonreía porque finalmente la primavera había llegado y esta vez la pasarían juntos.