miércoles, 9 de noviembre de 2016

Relato: El anciano


El anciano

Junto al árbol había un único banco que siempre estaba ocupado por una persona. Se trataba de un anciano de expresión alegre y ropa algo anticuada. El hombre, bien conocido por todos los visitantes del parque, tenía un aura de sabiduría y amabilidad que incitaba a la gente a sentarse a su lado, en busca de cualquier tipo de consejo que el anciano pudiese compartir con ellos. Los niños acudían a escuchar sus historias y los adultos…, los adultos también.

Nadie conocía el nombre del anciano, tampoco es que nadie se lo hubiese preguntado nunca. Aquel era un detalle que carecía de importancia.

A un niño pequeño le enseñó cómo hacer volar su cometa. A un adulto muy niño le enseñó a dejar sus problemas en el trabajo y disfrutar al aire libre con sus hijos. El anciano ayudaba a todos siempre que podía y se le veía feliz haciéndolo. Su felicidad era contagiosa y la gente siempre salía de allí agradecida.

La gente pasaba por el parque a diario. Algunos regresaban con frecuencia, otros todos los días, y también había quien solo estaba de paso. Pero todos reparaban en el anciano en un momento u otro. Sin embargo, no dejaba de ser extraño que nadie viese nunca al anciano fuera del parque. Durante sus vidas cotidianas, fuera de aquel lugar, el anciano no tenía cabida. El parque era un mundo aparte, un mundo que sus visitantes dejaban atrás al poco de abandonarlo.

Los visitantes eran muy variados. El anciano los observaba a todos en silencio, maravillándose con la gran variedad de rostros que por allí desfilaban y volviendo atrás en el tiempo, con los recuerdos que aquella fugaz compañía le suscitaba. Con la salida del sol, el anciano era saludado por las mascotas y sus dueños. La mañana traía consigo cochecitos de bebé y esperanzas de futuro. El atardecer tenía una nueva generación jovial e incansable. La puesta de sol atraía al romance y el misterio.

Pero aun cuando estaba acompañado, el anciano siempre estaba solo. La suya era una soledad que no podía ser compartida con nadie. Su papel en aquel parque no era el de llorar o lamentarse, su papel, contemplativo, era el de poner en orden sus ideas, cada vez más difusas, con la ayuda de recuerdos en vida, de fantasmas futuros, de las risas de antaño en el presente.
Su infancia estaba allí, quizás de una forma distinta a como había sido en sus tiempos, pero aun así, su esencia permanecía. Su madurez también estaba allí, en un mundo moderno y cambiante, pero llena de las misma responsabilidades. Y su vejez, su vejez no dejaba de darle alcance.

Nadie conocía estos detalles, nadie se preguntaba por qué el anciano siempre estaba allí, siempre sentado en aquel banco junto al árbol. Aquel era un detalle que carecía de importancia.

Una niña lloraba desconsoladamente, el anciano le dio un caramelo y la consoló. Una mujer lloraba desconsoladamente, el anciano sacó un pañuelo y le sonrió.
Cuando la gente se marchaba al final de la jornada, se despedían del anciano agitando sus manos. Los niños gritaban: “Hasta mañana”. El anciano no sabía si seguiría allí al día siguiente, pero también se despedía, con el rostro alegre y un gracioso movimiento de su mano.

La ciudad cambiaba, el paisaje también. A veces el parque estaba junto a una escuela, otras veces frente a la estación de tren. Los bancos podían ser de piedra o de madera, las fuentes clásicas o modernas. El parque podía estar bien cuidado, o abandonado años atrás. Tan solo el banco y el árbol permanecían. El anciano no. El anciano, a veces era un hombre y a veces era una mujer. Su rostro siempre era distinto. A veces llevaba gafas. A veces se ayudaba de un bastón para caminar. En ocasiones tenía unas cejas gruesas, tan blancas como el pelo sobre su cabeza, en otras había perdido todo el cabello.

Junto al árbol había un único banco que siempre estaba ocupado por una persona. Se trataba de un anciano de expresión alegre y ropa algo anticuada. El anciano siempre estaba allí para quien lo necesitase. Quizás no siempre fuese el mismo anciano, pero aquel era un detalle que carecía de importancia.