domingo, 29 de diciembre de 2019

Relato: Soñadores


SOÑADORES


Adentrarme en la ciudad me provocaba una sensación de embriaguez. Este lugar al que no pertenecía me llamaba y me cautivaba. Me invitaba a descubrir sus calles, familiares pero diferentes a todo cuanto conocía. La ausencia de color no le quitaba el encanto a esa combinación de estilos, donde se fundían estructuras clásicas con acabados modernos. Los ventanales brillaban, los ladrillos relucían, y la calzada estaba inmaculada, como si todavía estuviese a la espera de ser estrenada. Y es que la única cosa que me estaba vedada era la compañía de los habitantes del lugar. La ciudad parecía desierta, pero en el fondo yo sabía que no lo estaba, intuía que en realidad rebosaba de vida, y no podía dejar de preguntarme el motivo por el cual los habitantes parecían estar evitándome. 

Me di cuenta de que mis pasos me guiaban en una dirección muy concreta, hacia un destino desconocido para mí, pero claro para ellos. Caminaba empujado por una fuerza misteriosa y en ningún momento me sentía preocupado por ello. 

Llamé a la puerta de la casa y esperé una respuesta antes de entrar. Dicha respuesta no llegó, pero la puerta estaba entornada y lo interpreté como una invitación. 

Un largo pasillo me llevó a una habitación acogedora. El fuego bailaba en la chimenea y su luz y calor daba un toque muy hogareño. En una butaca junto el fuego había una chica leyendo un libro. Sus ojos avanzaban atentos sobre las páginas, brillantes tras las lentes de unas bonitas gafas grandes y redondas de montura negra. Tenía el pelo castaño y lo llevaba recogido en una trenza que le caía sobre el hombro izquierdo. Vestía con un amplio suéter de lana, que cubría sus piernas hasta los tobillos, recogidas, como estaban, sobre la butaca. 

La joven, absorta en la lectura, no me escuchó entrar. Por un momento pensé en darme la vuelta y regresar por donde había venido, no queriendo importunarla. No obstante, era la primera persona a la que encontraba, y la única, quizás, que podría arrojar algo de luz sobre la fascinante ciudad y sus desaparecidos habitantes. 

—Hola —saludé sin rodeos. 

—¡Oh! ¡Hola! –respondió ella inmediatamente, levantando la mirada del libro y esbozando una amplia sonrisa, aparentemente sin extrañarse por la presencia de un desconocido—. Discúlpame, ¿llevas mucho rato ahí? 

—No, en realidad acabo de llegar. 

—¡Ah! Ya veo. Está bien entonces. Verás, estaba estudiando, y a veces me concentro tanto que bloqueo todo lo demás a mí alrededor. 

—La puerta estaba abierta —sentí la necesidad de justificar mi presencia, a pesar de la afabilidad con la que hablaba la chica. 

—Lo sé. La dejé abierta yo misma. Creo que te estaba esperando. 

—¿A mí? Pero, si ni yo mismo sabía que iba a venir aquí. ¿Cómo podías saberlo tú? 

—Ciertamente, no lo sabía. Pero dejé la puerta abierta igualmente. Curioso, ¿verdad? 

—Más bien extraño, diría yo. 

—¿Raro? ¿Misterioso? ¿Desconcertante? –añadió ella, como si se tratase de una juego de palabras. 

—Sí, todo eso también. Pero así ha sido desde que llegué. Supongo que es lo propio de los sueños. 

—Es cierto, eso lo explicaría un poco. Si esto es un sueño, no tendría mucho sentido buscarle el sentido a las cosas. ¿Pero quién de los dos estaría soñando? ¿Tú o yo? 

—Yo, por supuesto. Recuerdo perfectamente haberme quedado dormido en mi cama, y justo después estaba deambulando por las calles de tu ciudad. 

—Ummm —murmuró ella por un momento—. Suena razonable –admitió al fin—. Después de todo, yo me siento bastante despierta. Así que no podía ser yo quien soñase. 

—Siendo que acabas de darte cuenta de que eres un sueño, pareces habértelo tomado bastante bien. 

—¿Por qué no debería? Me parece fascinante saber que sueñan conmigo. 

—Visto así… ¿Pero no te preocupa saber que no existes? 

—Claro que existo. Soy parte de tu sueño, estoy aquí, hablando contigo. ¿No es verdad? 

—¿Y qué hay de tu ciudad? Estás aquí sola, en un mundo imaginario. 

—A mi me parece bastante real. Y no estoy sola. Tengo vecinos, familia, y amigos. 

—Pero si no había nadie más. Las calles estaban vacías. 

—Eso no es cierto. Todo el mundo está ahí fuera –dijo ella, señalando la ventana—. Seguro que aunque no puedas verlos, los sientes. 

—Sí que tenía una sensación extraña al venir hacia aquí, como si hubiese alguien más, ocultándose. 

—¡Oh! Pero no se ocultan. Igual es que simplemente no se te ha ocurrido soñar también con ellos. 

Honestamente, no sabía qué responder a esto. Intentar razonar sobre la lógica tras lo ilógico parecía bastante absurdo. Quizás lo más práctico fuese asumir los hechos sin más, tal como parecía hacer la chica. 

—Pero no te quedes ahí. Toma asiento, por favor —dijo ella, invitándome a acomodarme en la segunda butaca que había frente a la chimenea—. No sería muy cortes por muy parte tenerte ahí plantado junto a la puerta. No después de que te hayas tomado la molestia de soñarme. 

De modo que, siguiendo mi nueva filosofía de dejarme llevar y no darle demasiadas vueltas a la situación, hice caso y me senté en la butaca frente a la chica. Ella dejó entonces el libro a un lado y se me quedó mirando fijamente, como si estuviese esperando algo. 

—No sé cuándo me despertaré —comenté casualmente, sintiéndome algo nervioso con el escrutinio al que estaba siendo sometido. 

—Es verdad, podrías despertar en cualquier momento. Debería aprovechar para hacerte todas las preguntas que pueda. 

—¿Preguntas? 

—Sí, claro. ¿No harías tú lo mismo si te encontrases cara a cara con alguien que puede tener todas las respuestas? 

—¿Qué te hace pensar eso? 

—Bueno, tú me has soñado, después de todo. Algo tienes que saber. 

—Puedes preguntar, pero me parece que te decepcionaré —respondí honestamente, para no crear expectativas irreales. 

—Ya veremos… A ver, déjame que piense —dijo ella, mientras volvía la mirada momentáneamente hacia el techo de la habitación—. ¡Ya sé! Esta pregunta parece bastante imprescindible: ¿Me habías visto antes? 

—¿Qué quieres decir? Nos acabamos de conocer. 

—Sí, aquí es la primera vez que nos vemos. Pero si sueñas conmigo, puede que sea porque mi aspecto sea el mismo que el de alguna otra persona que conozcas, o alguien con quien te hayas cruzado en alguna ocasión. 

—Podría ser —admití. 

Esta vez fui yo quien se quedó mirándola fijamente a la cara, intentando recordar o buscar un parecido con alguien indeterminado. 

—Espera —pidió la chica mientras e quitaba las gafas—. Solo las uso para leer. ¿Qué tal ahora? ¿Te recuerdo a alguien? 

Estudié cada rasgo, desde la nariz hasta las orejas. Busqué en lo más profundo de su mirada, esperando encontrar allí la pista de un alma distinta, de un encuentro difuso y lejano. 

—No. Estoy bastante seguro de que nunca antes te había visto —tuve que reconocer finalmente. 

—Es un alivio. Creo que prefiero saber que soy yo y no otra persona —sonrió—. Bueno, pues, pregunta número dos: ¿Por qué, de entre todas las ciudades, de entre todas las casas y todas las personas, has acabado aquí, hablando conmigo? 

—¿Ves? Sabía que te iba a decepcionar tarde o temprano. No lo sé. No sé por qué estoy aquí ni por qué sueño contigo. No tengo todas las respuestas. 

—Pero, “No lo sé” también es una respuesta. Y una perfectamente valida. ¿Te imaginas que hubiese alguien que lo supiese todo, que tuviese control absoluto, y aun así no hiciese nada para cambiar las cosas? Esa sí que es una idea perturbadora. 

—Entonces, ¿qué sentido tienen estas preguntas? 

—¡Eh! Eso es trampa. Se supone que soy yo quien tiene que preguntar. Aunque, si quieres saberlo… Creo que es porque me parece reconfortante la idea de ser el sueño de alguien tan confuso como yo. Lo contrario sería algo injusto, y también frustrante, ¿no te parece? 

El sonido del despertador me devolvió a la realidad y me arrancó del sueño antes de poder responder. Al instante me encontré a mí mismo alargando el brazo para darle un manotazo al aparato y silenciarlo. Después me quedé tumbado mirando al techo del dormitorio. El sueño empezaba a sentirse lejano y confuso, perdiéndose, disolviéndose. Tan solo permaneció la sensación de que había sido un sueño placentero y curioso, uno que no me hubiese importado que hubiese durado un poco más. 

Siguiendo mi rutina habitual, me aseé y desayuné. Después me colgué la mochila al hombro y salí de casa para dirigirme a la biblioteca. Las clases habían acabado, pero todavía quedaban exámenes, los cuales estaban a la vuelta de la esquina, y necesitaba de todo el tiempo posible para prepararlos. 

El metro estaba abarrotado, de otros estudiantes y también de gente de camino al trabajo. Me llevé algún codazo en más de una ocasión. El olor a sudor y a colonia se mezclaba resultando en un aroma dulzón y desagradable. Debido a estos pequeños detalles molestos, el trayecto pareció hacerse mucho más largo de lo que era en realidad. Pero al final llegué a mi parada, salí como pude del vagón del metro y continué mi camino. 

Había más gente entrando a la biblioteca, la mayoría rostros desconocidos. Algo me llevó a fijarme en las caras de la gente. Reconocí a algún compañero de clase que había tenido la misma idea que yo y también había acudido a estudiar. 

Cuando por fin entré al edificio, me costó un rato encontrar un asiento libre. Se notaba el estrés en el aire. Se veía especialmente nerviosas a las personas que habían dejado los estudios para el último momento y no llevaban el material al día, era fácil reconocerlos, pasando paginas adelante y atrás, sin saber por dónde empezar a estudiar. No era mi caso, cuando me senté, saqué el libro de la mochila y lo abrí directamente por la página marcada, reanudando así mi sesión de estudio anterior. 

Dejé el teléfono sobre la mesa, asegurándome de que estaba en silencio, para poder tener controlada la hora para cuando tenía previsto hacer la pausa para almorzar. Y después comencé a leer. 

Una hora más tarde, cuando el asiento contiguo quedó libre, decidí dejar la mochila sobre este. Después continué con la lectura. 

—¡Ah! Veo que me has guardado un sitio. Me pregunto por qué los dos estudiamos en sueños. 

Era verdad, por algún motivo había guardado un sitio. Levanté la vista y me encontré un rostro familiar. El sueño regresó entonces como si jamás me hubiese abandonado y todo lo que pude hacer fue preguntar con incredulidad: 

—¿Cómo es posible? ¿Me he quedado dormido mientras estudiaba? 

Ella niega con la cabeza y después sonríe mientras me responde: 

—Esta vez soy yo quien te sueña.

martes, 17 de diciembre de 2019

Relato: Una pausa para recordar



UNA PAUSA PARA RECORDAR



—Lo siento, de verdad que tengo que irme. No puedo quedarme aquí sentado, sin hacer nada, mientras…

—Tranquilícese. Tome aire y recuerde los ejercicios.

—Sí, sí, claro, los ejercicios… No, no puedo. Esta vez no.

—Muy bien. De acuerdo, no le retendré. Pero, por favor, antes de marcharse, ¿podría responderme a un par de preguntas? Serán muy breves, se lo prometo.

—No sé… ¿Cómo de breves?

—Será solo un momento. Es para tener una base sobre la que trabajar para nuestra próxima sesión.

—Vale, pero solo un momento, porque se ha tomado las molestias de atenderme.

—De acuerdo. ¿Podría decirme cuál es su primer recuerdo? Espere, no responda todavía, cierre los ojos primero y piense en su infancia. ¿Qué lugar viene a su cabeza?

—Estoy en la guardería. Se trata de un pasillo con una pequeña valla de madera. Estoy de pie, con las manos sujetando la valla, y estoy llorando mientras mi madre se aleja hacia la puerta del fondo sin mirar hacia atrás. No sé si es mi primer recuerdo, pero podía serlo, supongo.

—Perfecto, ese recuerdo nos vale. Ahora, concéntrese y trate de describirme la guardería.

No sé cómo era de grande en realidad, pero sí que me vienen a la cabeza algunas de las zonas donde pasaba más tiempo. Por ejemplo, al final del pasillo había un patio. Era un espacio muy amplio, o al menos eso me parecía. Estaba a cubierto, así que supongo que se podría decir más bien que era una habitación muy grande, más parecida al gimnasio de un colegio. Las paredes estaban pintas de un verde claro y el suelo estaba cubierto de baldosas de un color amarillento, más bien tirando hacia marrón.

En la esquina que quedaba al fondo a la izquierda había una fuente, era baja y también estaba cubierta por el mismo tipo de baldosas que el suelo, hasta llegar arriba, donde estaba el grifo y una pila, metálicos y relucientes, pero que solían ensuciarse con facilidad, perdiendo parte del brillo y quedando cubiertos por manchas empañadas y opacas.

En la parte central del patio hay una estructura de barras, con unas escaleras en un lateral y un tobogán que parte desde lo alto. Es una estructura solida, pero al menos el tobogán es de plástico, y está algo arañado y desgastado por el centro, por donde los niños suelen arrastrar el trasero. Pero las barras deben ser metálicas, ya que las recuerdo frías al tacto. Aunque todo el conjunto tiene el mismo color, es un tono verdoso, parecido al verde de las paredes de alrededor.

Ahora que lo pienso, es gracioso, recuerdo más tiempo jugando bajo las barras que deslizándome por el tobogán. Usábamos la parte de debajo de casita. Nos habían contado el cuento de los siete cabritillos, y jugábamos recreándolo. Uno hacía de lobo y tenía que asomar la patita por debajo de la puerta, mientras los demás estábamos dentro y nos reíamos y le hacíamos preguntas. Obviamente no había puerta, eran barras y nos podíamos ver todos en todo momento, pero curiosamente, cuando pienso en ello, casi puedo ver una robusta puerta de madera, del mismo modo en que quizás la imaginaba entonces.

Aunque el juego acabó. Un día todo desapareció, el tobogán, la improvisada casita… Había dos niños de los más mayores que llevaban un destornillador. En su momento, ingenuos como éramos, al ver el destornillador pensamos que había sido culpa suya, que lo habían desmontado. Desde luego, al ver la herramienta en la mano de uno de ellos, tuve la fuerte sensación de que estaban haciendo algo malo, de que aquello no era algo que debiesen llevar encima. Ahora, mirando atrás, supongo que el destornillador sería un juguete y solo querían hacerse los importantes, porque aunque hubiesen desmontado las barras, donde las iban a haber metido. No, los responsables de aquello debieron ser los responsables de la guardería, ya fuese por motivos de seguridad o para hacer más sitio.

¿Quiere más detalles sobre aquel patio? Bueno, hay otro, un desagüe. Sí, parece un detalle absurdo, pero lo recuerdo con gran claridad. Quedaba en la parte central del lateral izquierdo, cerca de la fuente. Era pequeño y circular y la parte de arriba se podía quitar sin esfuerzo. Se trataba de una pieza metálica enrejada que cubría el desagüe para que nada que no fuese líquido pudiese colarse por dentro, pero nosotros desmontábamos la pieza con regularidad. Ya fuese por curiosidad, por miedo a lo que hubiese al otro lado de aquel agujero negro, o con la esperanza de encontrar algún tesoro. Pero seguramente el motivo por el cual recuerdo el infame desagüe con tanta claridad es por el olor. Por el motivo que sea, tengo el olor grabado en la memoria. Incluso diría que, si puedo recordar tanto de aquel patio, es por la asociación con el desagüe. Era un olor intenso y desagradable, a agua estancada, mezclado con algo más, imposible de describir pero difícil de olvidar.

Pero la guardería era más que un patio de juegos con un desagüe maloliente. Antes de llegar al patio, en algún lugar del pasillo a la izquierda había varias puertas. Cerca de la entrada, antes de llegar a la valla, había un pequeño cuarto que veía de pasada en ocasiones. Debía ser un despacho o un cuarto de empleados. Dentro había un tablón de corcho, un par de taquillas metálicas con dibujos pegados con celo encima, una mesa alta y llena de carpetas y otros papeles, una estantería con libros y un armario que siempre estaba cerrado.

Más adelante, por el mismo pasillo pero pasando la valla, había otras dos puertas, una de ellas conducía a un cuarto con una mesa para cambiar a los bebes, los cuales no recuerdo que hubiese muchos. Pero antes de llegar aquí, la otra puerta conducía a un aula.

Este era otro espacio donde pasábamos mucho tiempo. En la pared derecha había unas perchas bajitas, donde colgábamos las chaquetas. Al fondo había estanterías con cajas de plástico donde se guardaban algunos de los materiales que usábamos. En un lateral había una puerta que llevaba a un retrete y al lado había un par de lavamanos, todo ubicado a nuestra altura. Las mesas estaban en el centro del aula. Eran modulares, con forma de hexágonos cortados por la mitad, pero que se agrupaban de dos en dos para completar la forma. Y nosotros nos sentábamos por grupos alrededor de estas mesas. De nuevo, el detalle que puedo rememorar con más facilidad es el olor. Siempre olía a plastilina, y no era raro ver las mesas con manchas aceitosas causadas por este mismo material. Quizás el único momento en que el olor no era este, era cuando era sustituido por otro, causado por una actividad distinta: el resultado de pintar con los dedos.

Y hablando de olores, todavía recuerdo uno más, el del comedor. Este estaba ubicado a la derecha del pasillo de entrada, aunque también tenía una puerta que daba al patio y otra que supongo que conduciría a la cocina, pero esta última no la recuerdo en absoluto, de modo que me imagino que nunca entré.

Como decía, el olor era también bastante particular, como una mezcla de legumbres, plátano, sopa y… ¡Oh, sí! La tarta. Aquí las mesas era cuadradas y estaban también colocadas pegadas unas a otras, formando un rectángulo largo. No sé si la disposición era siempre la misma, pero es la única que me viene a la cabeza y es que cuando pienso en el comedor, la imagen que me viene a la mente siempre es la misma. Nosotros estábamos sentados alrededor de esta mesa, haciendo mucho ruido, las luces estaba bajas, casi a oscuras, y alguien entraba por una puerta cargando con una tarta iluminada con unas pocas velas. Empezábamos a cantar una canción de cumpleaños, pero no era cumpleaños feliz, era algo así como: “Feliz, feliz en tu día, amiguito que Dios te bendiga…” Y luego nos servían una porción de tarta a cada uno. Era una tarta casera, hecha con chocolate y galletas. La típica tarta fácil de hacer y barata, pero aun así la recuerdo muy buena. Quizás hable desde la nostalgia del recuerdo, pero, de hecho, diría que sabía mejor que otras muchas tartas que he probado en los años posteriores, más elaboradas y caras.

—Parece mucho más tranquilo ahora. ¿Todavía siente la necesidad de irse a comprobar la puerta de casa?

—Tiene razón. Creo que puedo esperar un poco. Estoy casi seguro de que he cerrado con llave.

—Me acaba de contar con gran detalle una serie de recuerdos de su infancia que, como mínimo, son prueba de que su memoria funciona a la perfección. De hecho, puede que sea mejor que la mía. Yo no tengo recuerdos sobre la guardería a la que iba. Así que si cree que ha cerrado la puerta de casa con llave, probablemente lo haya hecho. Ahora, ¿qué le parece si hablamos un poco sobre los ejercicios que le pedí que realizase?

—Muy bien. Aunque, tengo una pregunta, no sé si me la podrá responder. Mientras le estaba hablando, por algún motivo no dejaba de recordar olores, y cada vez que lo hacía eso me llevaba a recordar más cosas. ¿Cómo es eso?

—Sí, es algo normal. En realidad, los olores son uno de los evocadores más fuertes que hay de la memoria. Ya sabe, el olor de la consulta del médico, o el de las comidas caseras en casa de su abuela…