miércoles, 5 de febrero de 2020

Relato: Problemas de la edad


PROBLEMAS DE LA EDAD


Había sorpresa en su mirada. No era la reacción que yo hubiese esperado, al menos no exactamente. Una poblada ceja blanquecina se alzaba ligeramente por encima de la otra. Sus finos labios se apretaban con fuerza el uno contra el otro. Y se rascaba con un dedo de la mano derecha por encima de la patilla, justo por delante de la oreja. 

Yo estaba esperando que dijese algo, pero no lo hacía, únicamente me estudiaba con atención. Al final, como me cansé de esperar, tuve que ser yo quien rompiese el silencio: 

—¿Y bien? ¿Qué opinas? 

—Pues no sabría qué decirte. Es todo tan repentino… 

No lo era. Para entonces llevábamos ya cerca de una hora de aquella manera, entre el escrutinio y la incredulidad muda. 

—Algo opinarás… 

—No sé. ¿Duele? —preguntó, centrándose en el resultado e ignorando la mera posibilidad del suceso en sí. 

—Emmm, no —la pregunta me cogió por sorpresa, aunque era agradable saber que, pese a todo, lo primero en lo que pensaba era en mi bienestar—. Bueno, la espalda me duele un poco. Pero es por la postura. 

—Sí, no debes estar cómoda. El techo es muy bajo. 

—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué voy a hacer? —eso era en lo único que había podido pensar yo desde que me había despertado. Esperaba que mi esposo tuviese la respuesta que yo había sido incapaz de encontrar. 

—Pues no podemos mover el techo. A los vecinos no les gustaría. 

Él pensaba que todavía seguíamos hablando sobre el techo. No se había dado cuenta de que mis preguntas eran de una naturaleza un tanto más trascendental que la perspectiva de una reforma. 

—Olvídate del techo. Hablo de mí, de nosotros. ¿Acaso no te importa lo que me ha pasado? 

—Claro que me importa. A ver, es bastante raro. Pero tú estás bien, ¿no? Ya nos adaptaremos, como hemos hecho siempre. 

A veces la simpleza de aquel hombre me sacaba de mis casillas. Esta no era una de esas veces. En realidad, la manera tan calmada con la que se había tomado el asunto resultaba de algún modo tranquilizadora. 

Di un suspiro y me senté en el suelo de la cocina con las piernas cruzadas. En aquella posición más relajada, el dolor de espalda no tardó en remitir. 

—Quizás deberías llamar al médico —sugerí. 

—¿Por lo de la espalda? 

—No, si ya casi no me duele. Pero deberíamos tener la opinión de un profesional, y yo no puedo salir así a la calle. 

—¿Y eso por qué? 

—Pues, para empezar, porque no quiero que todo el mundo se me quede mirando. 

—Igual nadie se da cuenta. 

—Igual —no pude evitar sonreír ante la ingenuidad de mi esposo—. Pero hazme el favor y llama al médico para que venga. 

—Vale, espera un momento. 

Entonces Mateo salió de la cocina en busca de su teléfono y de la tarjeta sanitaria. Yo pensé que lo mejor que podía hacer era quedarme allí sentada esperando. Aunque esa era una solución bastante pobre. Tarde o temprano tendría que levantarme y reanudar mi vida, de la forma que fuese. Por ahora estaba cómoda, pero podía ver un agudo dolor de trasero en mi futuro cercano. Y además, también estaba el asunto del trabajo. Eventualmente, llamarían para saber por qué no había acudido. Un día podía excusarme diciendo que estaba enferma, pero no más tiempo, cuando, en realidad, a pesar de todo, mi salud parecía ser tan buena como de costumbre. 

—Me preguntan por el problema del paciente, ¿qué les digo? —interrumpió mis pensamientos Mateo, que se encontraba junto a la puerta sosteniendo el móvil con una mano y tapando el aparato con la otra, para que no le escuchasen desde el otro lado de la línea. 

—Diles que es una emergencia… que no me puedo mover —no era del todo mentira. 

—Bueno, pero igual preguntan más detalles. Creo que es por si el médico tiene que venir con algún medicamento en especial. 

—Nada, si te preguntan, no sabes bien lo que me pasa, solo que no me puedo mover —era exasperante. Encima de mi situación, tenía que pensar yo en todo. 

Mateo asintió y volvió a dirigirse al auricular, repitiendo mis palabras con total exactitud. Era un buen hombre, pero no tenía mucha imaginación. Después dio las gracias y colgó. 

—Me han dicho que vendrá alguien en unos minutos. Aunque la mujer que me ha atendido no parecía muy contenta. Creo que de verdad necesitaba que le dijese algo más. 

—Tonterías. Seguro que no es la primera vez que llama gente nerviosa y desorientada. 

—Pero yo no estoy ni lo uno no lo otro. 

—Quizás, pero ella puede pensar que sí. Además, no podíamos discutir esto por teléfono, se hubiesen pensado que era una broma y no habría venido nadie. 

—¿Tú crees? ¡Qué mundo! ¡Qué mundo! —reaccionó como si fuese una nueva noticia para él que la gente pudiese gastar bromas de mal gusto sobre asuntos importantes, como una emergencia médica. 

Me sabía mal poner al hombre en un aprieto detrás de otro. También era horrible la sensación de impotencia frente a tener que realizar las más simples de las tareas, como una tonta llamada telefónica. No obstante, no tenía más remedio que volver a depender de mi esposo para otra cuestión más. 

—¿Podrías hacer una llamada más? Es que yo no creo que pueda marcar bien los números. 

—Claro, descuida. ¿A quién quieres que llame? 

—Al trabajo, para decir que no voy a poder acudir esta mañana. Diles también que es por un problema médico, y que les diré más cuando tenga más información. Pero si te preguntan, di que no es nada grave, no vaya a ser que empiecen a buscar a alguien para reemplazarme. 

—Espera, voy a apuntarlo para no meter la pata —cogió una nota del bloc pegado al frigorífico y un bolígrafo, y comenzó a apuntar, repitiendo en voz alta todo lo que anotaba—: No es nada grave, punto. Vale, ¿Algo más? 

—No nada, muchas gracias. El número está guardado en la agenda de mi teléfono. Es el que pone “trabajo” con letras mayúsculas. 

En realidad, aunque no pudiese marcar el número, con tal de que mi esposo lo hiciese, no hubiese tenido ningún problema para mantener una conversación. No obstante, no estaba de humor y mi voz me hubiese delatado. Así pues, era mejor que aquella tarea la realizase otra persona. 

Mientras tanto, me dediqué a estirar los brazos y las piernas para no se me agarrotaran los músculos. Toqué la pared con la punta del dedo gordo del pie. La cocina era un poco pequeña, pero nunca antes me había molestado el tamaño. 

Me puse en pie, en la medida de lo posible, y con mucho cuidado regresé hasta el dormitorio. Pensé que, a fin de cuentas, ya que no parecía que fuese a poder moverme mucho aquella mañana, no tenía ningún motivo para no volver a tumbarme en la cama hasta que llegase el doctor. 

—¡Ah! Estabas aquí —dijo Mateo, entrando también al dormitorio—. Ya he llamado. No he podido hablar directamente con tu jefa, pero me han tomado nota del mensaje igualmente. 

—¿Con quién has hablado? ¿Era Mariángeles? Seguro que lo tergiversa todo… 

—Pues no sé quién era, creo que no me ha dicho el nombre. 

—Da lo mismo. De todas formas, igual es mejor así. No te han hecho más preguntas de la cuenta. Ya arreglaré yo el entuerto cuando… bueno, cuando me lo arreglen a mí. 

—¿Quieres que te prepare algo mientras esperamos? ¿Una tila? 

—No, no hace falta gracias. ¿Tú no tienes que ir a trabajar a la fábrica? No hace falta que esperes conmigo. 

—Ya, pero ahora tengo curiosidad por ver que dice el médico. Y de todas formas, me jubilo en unos meses. Tendrán que ir acostumbrándose a no tenerme por allí. 

Dicho esto, se sentó a mi lado y me tomó de la mano. Y de aquel modo permanecimos los dos en silencio, a la espera de que llegase el médico. No hacían falta palabras, pasase lo que pasase, siempre nos tendríamos el uno al otro. 

A los pocos minutos sonó el timbre. Mateo se puso en pie y fue a abrir la puerta. Cuando regresó, lo hizo acompañado por una mujer alta que, por las arrugas de expresión y algunas manchitas en la piel sobre su rostro no debía ser mucho más joven que yo misma. Al entrar en el dormitorio, la doctora se quedó petrificada mirándome. 

—Me disculpo —dijo al darse cuenta de que estaba actuando con poca profesionalidad—. Me ha sorprendido. Estoy acostumbrada a ser la persona más alta de la habitación. Soy la doctora Navarro. Bien, ¿Cuál parece ser el problema? Tan solo me han dicho que no se podía mover. 

—Vaya, por su reacción pensaba que era obvio. Soy enorme —dije, haciendo un gesto con el dorso de la mano, llevándola desde mi cabeza hacia abajo del cuerpo. 

—Sí me doy cuenta de que su altura es… excepcional. Pero no veo como eso es un problema médico. ¿Está experimento algún dolor en las articulaciones, quizás? 

—Ahora no. Aunque cuando me pongo en pie, tengo que andar encorvada y no tarda en dolerme la espalda —me adelanté a las palabras de la mujer que ya comenzaba a abrir la boca para replicar algo—. Sí, sí, ya lo sé. ¿Por qué vive entonces en una casa con el techo tan bajo? ¿Era eso lo que iba a preguntar, verdad? Pues verá, no lo hago. El techo tiene la altura perfecta. O más bien, yo tenía la altura perfecta hasta ayer mismo, el techo no ha cambiado de posición. 

—¿Cómo? ¿Intenta decirme a ha crecido cerca de dos metros de altura en una sola noche? 

—Ese parece ser el caso. ¿Sabe? Mi esposo es más alto que yo, o lo era. 

La doctora miró en dirección a Mateo y sopesó su altura con la mirada. Mi esposo tampoco es un hombre particularmente alto, y al parecer, la doctora tenía problemas en asimilar la información. 

—Sí, está diciendo la verdad —confirmó Mateo. 

—¿Es esto algún tipo de broma de mal gusto? —las cejas de la doctora se curvaron hacia abajo y sus parpados se cerraron un poco mientras algunas arrugas sobre su frente empezaban a dejar entrever que la idea de que le estuviesen tomando el pelo no era de su agrado. 

—Espere, no. Le enseñaré las fotos —dijo Mateo mientras salía del dormitorio en busca de algún álbum donde pudiese mostrarle a la doctora mi altura verdadera. 

La doctora Navarro consultó su reloj de pulsera. Estaba claro de que ya había decidido que aquello era una pérdida de tiempo, pero aun así, todavía seguía plantada en la misma posición, quizás esperando ver cómo acababa la historia. 

Mateo regresó en seguida, con no uno sino dos álbumes bajo el brazo. Abrió el primero de ellos por la mitad y lo plantó delante de la mirada atónita de la doctora. Después empezó a pasar páginas, adelante y hacia atrás, mostrando una foto tras otra. Iba a hacer lo mismo con el siguiente álbum, pero la doctora se adelantó y se lo quitó de las manos para comprobarlo por sí misma. Se sentó en el borde de la cama, estudiando las fotografías con gran detenimiento. 

—Mire, esa es de nuestra boda —dije al ver la fotografía que estaba mirando en aquel momento—. Han pasado más de cuarenta años y hemos cambiado un poco, pero no tanto para que no se nos reconozca. En el otro álbum hay fotografías más recientes, ya las ha visto. 

Finalmente la doctora suspiró, cerró el álbum y lo apartó a un lado, dejándolo en la cama, junto a mis piernas. 

—Es increíble… —dijo después de unos interminables segundos de silencio. 

—¿Puede ayudarme? —pregunté, esperando que, ahora que la doctora parecía haber aceptado el suceso, tuviese alguna idea sobre cómo solucionarlo. 

—¿Saben? Ya son mayorcitos, no sé cuánto les habrán pagado, pero están quitándole tiempo a otros pacientes —explicó mientras se ponía en pie—. Estas fotos –dijo señalando el álbum— están muy logradas, pero sé que hay programas informáticos con los que se pueden hacer todo tipo de modificaciones realistas. 

—Pero si nosotros no tenemos ni ordenador. Yo ni siquiera he manejado nunca uno —confesó Mateo. 

—Ya, bueno, la gente que ha organizado la broma esta, o la cámara oculta o lo que sea, les habrá hecho el trabajo. Eso no es de mi incumbencia. Ahora, si me disculpan, tengo otros pacientes a los que atender. 

Después de aquello la doctora abandonó el dormitorio y se alejó hacia la salida de la casa. 

—Pero, mi esposa… —intentó detenerla Mateo. 

—Deja que se vaya—dije—. De todas formas, si no es capaz de creérselo, mucho menos iba a saber qué hacer. Eso es porque nunca ha visto nada parecido. 

Se escuchó la puerta de la casa cerrarse. La doctora ya se había marchado, dejándonos solos nuevamente. 

—La verdad es que siempre te he dicho que era única —dijo Mateo mientras se volvía a sentar a mi lado. 

—Sí que es verdad, cuánta razón tenías. 

—¿Quieres esa tila ahora? –preguntó mi esposo, pensando tal vez que el suceso me habría alterado. 

—No, pero podrías mirar a ver si tenemos el número de alguna inmobiliaria. 

—¿Los techos son muy bajos? 

—Lo son —admití por fin.