miércoles, 30 de octubre de 2019

Relato: Una puerta se abre

¡Saludos, brujas y diablillos! Hoy es Halloween y, como viene siendo tradición en el blog, hoy es un un buen día para una entrada terrorífica. Así que, sin más dilación, os dejo con mi nuevo relato:


UNA PUERTA SE ABRE



Siempre me he desorientado con facilidad. Por ese motivo procuro caminar siempre por los mismos caminos, por rutas conocidas.

Hay excepciones, claro está. Los eventuales jóvenes borrachos que te obligan a cambiarte de cera. Una finca en obras que tienes que bordear con cuidado porque prefieres caminar por la carretera antes que desviarte… Pero incluso estas pequeñas diferencias son, en menor o mayor medida, algo predecible.

Así pues, cuando siguiendo tu camino habitual te encuentras con algo distinto, pero distinto de verdad, algo que no debería estar allí, que no había estado antes y que sin embargo no parece nuevo, es normal que uno se sienta desconcertado.

Bien, para mi ese algo fue una puerta.

Fue de lo más extraño. Debían ser alrededor de las once de la noche. Había salido de trabajar y me dirigía de regreso a casa. Caminaba por la misma calle de siempre, por la acera de la derecha, también como siempre. Y de repente me paré en seco.

Me di la vuelta y retrocedí unos pocos pasos.

Allí, en mitad del muro, había una enorme puerta metálica verde. Era alta y robusta, con varias manchas de oxido a lo largo de su superficie. Estaba cerrada y no había nada que indicase lo que había tras ella. No había placas, ni un timbre, ni número de portal. Por no haber, ni tan siquiera había un cerrojo, al menos no en la cara exterior.

Me quedé paralizado frente a la dichosa puerta durante unos instantes, estudiándola al principio, movido por la curiosidad; pero luego simplemente pensando para mí mismo, nervioso y algo atemorizado con la idea de que pudiese haberme equivocado de camino en algún momento. Las puertas no aparecen de la nada, y aquella tenía pinta de llevar mucho tiempo en aquel mismo lugar. Así que el error debía haber sido mío. Pensé que quizás había automatizado tanto mi camino de vuelta que no había prestado suficiente atención. O que tal vez estaba tan cansado que en algún momento había girado a la derecha una calle antes de lo que solía hacerlo.

Pero aun así… Todo lo demás resultaba familiar. Lo único que estaba fuera de lugar era la puerta. Dudé. No sabía si debía continuar hacia delante, como si la puerta no estuviese allí, o volver hacia atrás para intentar reorientar mis pasos.

Decidí continuar un poco más en la misma dirección y al poco salí a una intersección con otra calle. Sabía exactamente donde estaba, había pasado por allí muchas otras veces. Unas cuantas calles más y llegaría a casa, conocía el camino, seguía siendo el mismo de siempre.

En cuanto a la puerta, no tardé en olvidarme del asunto. Una mala jugada por parte de mi memoria, que me había hecho ignorar aquella puerta hasta esta misma noche. ¿Cómo llaman al fenómeno, cuando algo que deberías conocer no te resulta familiar? “Jamais vu”, creo. Sí, definitivamente ese debió ser el caso.

No volví a pensar en el asunto hasta la noche siguiente, cuando de nuevo emprendí el camino de vuelta a casa desde el trabajo. El problema fue que esta vez no encontré lo que buscaba. Llegué hasta el portal de mi casa, tomando el mismo camino, y durante todo el trayecto estuve atento, para volver a ver la puerta que me había desorientado la noche anterior. Pero no estaba allí, no estaba en ningún sitio.

Nuevamente, intenté racionalizar el asunto. La conclusión más lógica era que, después de todo, la noche anterior sí que debí haberme confundido de camino, aunque acabase por llegar al mismo sitio. Una curiosidad, pero tampoco algo en lo que pensar demasiado.

Pasaron los días y al final olvidé por completo el incidente. Dejé de buscar la puerta al salir de trabajar. Y entonces, varias semanas más tarde, la encontré de nuevo. Al igual que la vez anterior, la súbita aparición me obligó a detenerme, a preguntarme, a temblar con inquietud sin saber muy bien por qué.

Llevé mi mano hasta aquella superficie metálica, para tocarla y comprobar que era real y no estaba perdiendo el juicio. Pasé las yemas de los dedos por encima, notando su aspereza y un frío tan extremo que parecía extenderse hasta lo más profundo de mi ser. Al apartar la mano, me quedé mirando la palma y pude ver restos de pequeñas partículas de óxido que se habían desprendido del metal y se me habían quedado pegados. ¿Cuántas más pruebas necesitaba para convencerme a mí mismo?

Volví a mirar a la puerta. Después giré la cabeza a izquierda y derecha, buscando a alguna persona más que pudiese ver lo que yo estaba viviendo, o quizás tan solo que pudiese acompañarme en la soledad que me provocaba la perturbadora visión. Pero no había nadie. La calle estaba desierta. Éramos tan solo la puerta y yo. Uno atemorizado, la otra expectante.

Y entonces lo vi. Una pequeña diferencia respecto a la experiencia pasada. La puerta no estaba perfectamente encajada. Se encontraba ligeramente desplazada hacia el interior desde uno de sus laterales, como si se hubiese quedado mal cerrada.

¿Podría ser que estuviese abierta en esta ocasión? La idea me heló la sangre. Me imaginé a mi mismo intentando alejarme por la calle, solo para ser súbitamente arrastrado hacia atrás, y en dirección a la puerta, por algún tipo de ente espectral que hubiese esperado a que me diese la vuelta para salir y atraparme.

Tenía que asegurarme. No creía ser capaz de seguir caminando si no lo hacía.

Puse la mano sobre la puerta y empujé hacia dentro. No se abrió, seguía cerrada. Sin embargo, sí que noté como cedía un poco, como si el mecanismo que la mantenía cerrada estuviese más holgado, o como si se hubiese desgastado desde la última vez.

Le di una patada y grité por pura frustración. Suerte que no había nadie más allí para escuchar el alarido de este pobre loco.

Me di la vuelta y me encontré con una mujer mirándome atemorizada. Cuando se dio cuenta de que la había visto agachó la cabeza y continuó caminando por la acera, alejándose rápidamente de una persona que claramente no estaba en sus cabales y podía ser peligrosa.

—¿Ves la puerta? —grité— ¿Tú también puedes verla?

La mujer no contestó, obviamente, y pronto se encontró fuera de mi vista. Me reí de mi mismo, al pensar en la manera en que había asustando a la pobre mujer con mi absurda obsesión. Todo por una estúpida puerta. Algo tan mundano.

Volví a darme la vuelta hacia la pared, para volver a ver la puerta una vez más antes de irme. Pero no estaba allí, había desaparecido.

En aquel momento decidí que necesitaba ayuda. Estaba viendo algo que no existía y podía ser a causa de un problema grave, psicológico en el mejor de los casos, o un tumor en el peor. Regresé a casa, sin poder dejar de pensar en ello, atemorizado por una enfermedad que quizás me estaba corroyendo por dentro y que me mataría eventualmente.

Pero al día siguiente, bajo la luz del sol, las cosas se veían distintas y menos aciagas. El susto ya se había pasado y pensé que, quitando de aquella dichosa puerta que había visto en dos ocasiones, por lo demás me encontraba bien, y si de verdad me ocurriese algo, tendría que estar experimentando otros síntomas. Todavía pensaba que necesitaba hablar de alguien sobre la puerta, pero no tenía porque ser algo urgente. En fin, me convencí mi mismo de que no pasaba nada por esperar un poco, asegurarme de que era necesario discutir el tema con alguien que quizás fuese a colocarme una etiqueta de lunático en el pecho.

“Solo si vuelvo a verla” me dije a mí mismo. “Si vuelve a aparecer la puerta, buscaré ayuda”.

Por supuesto, en esta ocasión no olvidé el asunto, no hubiese sido capaz. Regresaba cada día del trabajo caminando con miedo, despacio y prestando atención. Temía encontrar la puerta de nuevo, temía lo que eso pudiese significar.

Y mis temores… ¡Ojala hubiesen sido infundados! Pero por desgracia no tardé en encontrarme nuevamente parado en medio de una calle vacía y oscura, mirando aterrorizado hacia algo que no debería estar allí.

Estaba abierta. ¡Por todos los dioses! La puerta estaba abierta de par en par.

El corazón me latía frenéticamente en el pecho. Las rodillas me temblaban. Perdí la voz y la capacidad de moverme. Me quedé petrificado en el sitio mientras gotas de sudor frío empapaban mi ropa.

Más allá del umbral parecía haber un parque, sumido en la oscuridad más absoluta, en silencio y completamente inmóvil. Nada ni nadie se movía en el interior, ni tan siquiera las hojas de los arboles se mecían con el viento, que allí parecía inexistente. No había ningún punto de luz en la distancia. Era imposible adivinar el tamaño del lugar. Cuanto más se alejaba la vista, la oscuridad se hacía más y más intensa, envolviéndolo todo, como una niebla densa y negra.

Era solo un parque. Pero la visión me resultaba increíblemente perturbadora, como si aquellos inocentes arboles fuesen en realidad las columnas de la entrada al infierno.

Quería irme de allí, salir corriendo sin mirar atrás, dimitir de mi trabajo para no tener que volver a pasar por estas calles y encontrar la puerta. Pero por más que lo intentaba no lograba hacer que mis pies se despegasen del suelo. O al menos no hasta que di un paso en dirección a la puerta.

Me llamaba en silencio. Me invitaba a entrar. Me prometía paz. Me decía que existía solo para mí.

Antes de darme cuenta, la puerta había quedado a mi espalda.

Fue como si me hubiesen extirpado los oídos de golpe. Los sonidos de la calle desaparecieron. Mis pasos no hacían ruido alguno al pisar la grava del camino. Entré en pánico al no poder escuchar mi respiración. Primero me asustó la posibilidad de estar ahogándome. Después temí haberme quedado sordo. Me golpeé con las palmas de las manos en los laterales de la cabeza, sobre los oídos, esperando alguna reacción. Grité con todas mis fuerzas y me derrumbé, postrándome en el suelo, frustrado y fatigado al no poder escuchar mi propio llanto.

Y entonces la luz comenzó abandonar mis ojos de forma gradual. Como una cortina que se cierra lentamente, y luego otra y otra más.

Volví la vista atrás y pude ver, no sin dificultad, como la puerta por la que había entrado parecía ahora muy lejana. Y se hacía cada vez más pequeña. El tenue brillo que quedaba en el mundo se iba estrechando, condensándose en una minúscula franja brillante. La puerta se estaba cerrando.

Intenté levantarme y no fui capaz. Una enorme presión me obligaba a mantenerme inclinado. Una presión que se hacía cada vez mayor a medida que la puerta se cerraba en la distancia, amenazando con aplastarme sin no salía antes de que fuese demasiado tarde. Desesperadamente, comencé a moverme hacia delante, intentado alcanzar la salida. La presión se hizo más grande. Caí de rodillas y seguí avanzando, con pesadez, arrastrándome sobre la grava, rasgando mi ropa con la fricción, arañando mis rodillas y alimentando esa tierra maldita y voraz con mi propia sangre.

Por más que me esforzase, la salida parecía estar siempre a la misma distancia. Y nuevamente la presión fue demasiado grande, esta vez aplastando mi torso contra el suelo. Repté y pataleé, empujándome con los brazos para poder continuar.

Me quedé ciego. Desapareció la poca iluminación que quedaba. Y aun así continué arrastrándome. Perdí un zapato por el camino. Algo tiraba de mi pie desnudo, envolviéndolo, queriendo retenerme. Pero no me rendí, todavía no.

Y entonces toqué el metal con los dedos. Agarré la puerta con las dos manos y tiré con fuerza, evitando así que se terminase de cerrar y quedase cerrada para siempre, tragándome y borrando toda señal de mi existencia. El metal empezó a ceder. Volvió la luz y, a medida que lo hacía, comencé a liberarme de la presión que limitaba mis movimientos. Me levanté y tiré con más fuerza. Y en el momento en que la grieta fue lo bastante grande, salí rápidamente, cerrando la puerta tras de mí.

El aire al entrar en mis pulmones. Un pájaro. Una sirena en la distancia. Una televisión con el volumen demasiado alto en un piso cercano. El viento en los arboles. El sonido de mi ropa contra al rozar el cuerpo. Todo regresó. No, no todo. Algo quedó atrás, algo importante quedó atrapado en aquel lugar.

No recuerdo cómo, pero llegué a casa. Busqué unas hojas de papel y comencé a escribir el relato de lo ocurrido.

He escrito estas líneas no para que me encuentren, sino para dejar constancia de mi existencia, de que una vez fui y quizás todavía lo sea, en algún lugar, de algún modo. Y es que no tengo la menor duda de que volveré a ver la puerta. Es mi puerta después de todo, y me seguirá donde quiera que vaya. Volverá a persuadirme, volverá a atraparme, y la próxima vez no me permitirá escapar, tal vez yo ni siquiera quiera intentarlo.

El alivio del olvido frente a la eterna soledad de un caminante nocturno. No es tan mal trato.