El miedo, ese concepto que no es desconocido para
nadie y que pese a ello se manifiesta de forma distinta para cada persona.
Puede ser debido a causas diametralmente opuestas u puede ocasionar todo tipo
de reacciones en nuestro cuerpo, pero no hay un solo individuo que lo
experimente del mismo modo. Siendo entonces algo con tanta variabilidad,
resulta curioso que todo el mundo pueda identificarlo rápidamente. Si lo
pensamos bien, es un concepto abstracto y difícil de explicar y sin embargo se
aprende en una edad muy temprana.
Hay miedos que los desarrollamos con el tiempo,
otros han estado siempre ahí y hay incluso algunos que podríamos considerar
primigenios, unos miedos que suelen ser comunes para un amplio conjunto de
personas. Es una idea fascinante, la de un elemento que siempre ha existido en
este planeta, que se transforma y adapta, que evoluciona al mismo tiempo que la
sociedad y que no atiende a edad, sexo o raza. El miedo es una de las pocas
verdades universales que existen y por ello merece nuestro respeto.
Ya en nuestros primeros años tenemos encontronazos
con el miedo. En un principio es un mecanismo de aprendizaje más, una manera
que tiene nuestro organismo de que algo no es bueno o de que es potencialmente peligroso.
Si no fuese por el miedo a las alturas, seguiríamos caminando ciegamente hacia
el barranco y moriríamos por no haber aprendido a tiempo que las caídas te
pueden matar. El miedo puede surgir de una mala experiencia, recordándonos en
el futuro que nuestras acciones pueden tener un resultado desagradable o
doloroso. Quien se siente atraído por vez primera hacia la sinuosa danza de la
resplandeciente llama, ya no vuelve a hacerlo más porque aprende que el fuego
quema.
Pero qué pasa con el miedo irracional, cuando nos envuelve
esa sensación en un momento en que no tiene ningún sentido, cuando no nos avisa
de un peligro real y no ganamos con ello ningún consejo para nuestra
supervivencia. Y es que al parecer el mecanismo del miedo no tiene un botón de
pausa, sigue actuando durante toda nuestra vida a menos que nosotros mismos
consigamos mantenerlo bajo control. Porque resulta que cuando somos adultos,
para sobrevivir, no necesitamos sentirnos paralizados por la misma respuesta de
miedo que cuando éramos pequeños, sino todo lo contrario. Ante una amenaza
debemos ponernos en movimiento y si las rodillas nos tiemblan o se nos bloquean
perdemos unos valiosos segundos que pueden ser nuestra perdición.
Puede ser que las causa de que aquel mecanismo que tanto
bien nos hizo durante la infancia acabe por funcionar de forma ineficaz en la
adultez, sea precisamente por la variedad y la cantidad de miedos específicos que
van de una persona a otra.
Un mecanismo genérico para unos problemas de
supervivencia básica es insuficiente y por ello el cuerpo tiende a sobre-compensar,
tal vez porque se reconoce que hay una amenaza pero no se identifica cuál, lo
que ocasiona que se pongan en marcha las mismas reacciones que funcionaron en
el pasado. Lo malo de esto es que por lo general las soluciones antiguas ya
solo no son validas, sino que pueden incluso empeorar determinadas situaciones
angustiosas.
Por supuesto la culpa de todo ello no está solo en
una evolución natural que no sabe adaptarse al paso de los años, también la
tenemos nosotros mismos y nuestra sociedad. Hoy en día estamos creando constantemente
situaciones de peligro que acaban traduciéndose en nuevos miedos.
Cuando se creó ese mecanismo del miedo, nuestro
organismo no conocía las guerras, el terrorismo, los robos, el fracaso, las
falsas esperanzas, los cultos, los monstruos salidos de nuestra imaginación, no
había cáncer, no había desengaños, no existían las armas de fuego, ni siquiera éramos
plenamente conscientes de nuestra propia mortalidad y mucho menos de que no
somos más que una mota de polvo en el vasto universo.
¿Puede ser entonces que la autentica razón por la
que nuestro mecanismo de miedo se volviese ineficaz se deba a un exceso de información?
¿O es debido a la necesidad del ser humano de alterar el mundo que le rodea?
En mi opinión la respuesta es lo de menos, el
autentico aprendizaje está en el formularse las preguntas. Tal vez si
aprendemos a entender el miedo, no como un concepto genérico, sino nuestros
propios miedos, entonces podamos no cancelarlos pero sí lograr convivir con
ellos sin que lleguen a abrumarnos.
En cualquier caso, y por más que se piense en ello,
el miedo es y seguirá siendo un concepto fascinante, ¿no os parece?