jueves, 2 de mayo de 2019

Relato: Dos cartas


DOS CARTAS



La carta está bien redactada. Sé que lo está. No he dormido nada para asegurarme de ello. ¿Y para qué? ¿Quién envía cartas hoy en día? Pero un asunto así… No podría, o más bien, no debería ser de otro modo. 

Ha debido pasar un poco más de un mes desde que aquella persona se presentase en mi empresa. Tres semanas desde que yo iniciase las prácticas. Dos desde que encontré su caso perdido entre un centenar más. Si no hubiese habido exceso de trabajo en la oficina, ni tan siquiera lo hubiese descubierto. Así que supongo que puede decirse que ha sido obra del destino. Si es así, el destino tiene un sentido del humor algo peculiar. 

Allí estaba, el nombre del padre a quien nunca conocí. Y no era una coincidencia, era él. Todos los datos concordaban. 

Durante dos semanas estuve dándole vueltas, intentado decidir qué hacer al respecto. Y al final opté por la carta. Eso fue ayer mismo. Ha sido una decisión impulsiva y he procurado escribir la carta antes de que el sentido común venga a plantearme preguntas sensatas e incomodas que me hagan echarme atrás. 

Y aquí estoy, como una tonta, buscando un buzón, cuando ni si quiera estoy segura de que todavía existan los buzones de correos. ¿Cuándo fue la última vez que utilicé un buzón? Siendo una niña quizás. Para enviarle una carta a Papá Noel. Y por aquel entonces ni siquiera vivía aquí. Incluso aunque todavía estuviese en mi antigua casa, no estoy segura de que pudiese recordar dónde demonios estaba el buzón. 

Quizás esa sea una señal de que no debo enviar la carta. Esta estúpida carta. 

Es muy formal de todos modos. Pero claro, no conozco a la persona a quien va dirigida. Sé quién es, genéticamente hablando, pero eso es todo. Mi madre ni siquiera quiso hablarme de él al crecer. Y después fue demasiado tarde. El cáncer la consumió antes de poder contarme nada. 

¿Por qué nunca has querido saber de mí? ¿Por qué nunca me has buscado? He finalizado la carta con estas dos preguntas. Creo que ahora me arrepiento de haber escrito esto último. No quiero recriminarle nada a nadie, solo quiero… No sé lo que quiero. No sé si es porque siento que simplemente debo ponerme en contacto con esta persona. O porque quiero decirle: estoy bien, y lo estoy a pesar tuyo. 

¡Oh! Ahí está el buzón. Tampoco parece haber cambiado mucho. Supongo que no tiene sentido modernizar algo así. 

Llevo la carta en el bolsillo interior de la chaqueta, como si fuese un documento secreto de una película de espías. Y quizás debería romperla y olvidar todo el asunto. Al fin y al cabo, ya he dicho todo lo que tenía que decir, me he sacado del pecho todas esas cosas que me había estado guardando a lo largo de los años. No es necesario que la envíe. Necesitaba soltar lo que llevaba dentro, pero ¿necesito que alguien lo lea? 

Antes de encontrar la respuesta a esta pregunta, me doy cuenta de que mi mano ha soltado ya la carta, dejándola caer por la rendija hacia el interior del buzón. Supongo que esa es mi respuesta. 



****** 



No es justo. Es una responsabilidad demasiado grande y no me ha quedado más remedio que aceptarla.

Ahora, plantado delante del buzón, realizando el mismo gesto que he hecho tantas otras veces a lo largo de mi vida, me siento increíblemente incómodo. Sin lugar a dudas, es la carta más difícil que he tenido que enviar nunca, y quizás la última. El correo no es lo que era, y no me veo enviando muchas más cartas en los años que me queden. 

Luego, además, está el asunto de la posible contestación. ¿Qué hago si esta persona me responde? No sabría qué decir. Después de todo, no me corresponde a mí dar explicaciones. Doy por hecho que todo lo que se debe decir está por escrito en la carta. 

Lo único que he añadido son un par de líneas en una hoja aparte, para que quede claro quién es el autentico remitente de la carta, y que yo solo estoy haciendo de intermediario, siguiendo sus deseos. Podría, quizás, haber dicho más, ser compasivo y darle el pésame a… Pero no, no quería implicarme más de la cuenta. 

Estoy mayor y cansado. El hombre al que quería acaba de dejar este mundo y ya tengo que esforzarme mucho para resistir la tentación de querer acompañarle. No he tenido tiempo para mí, para poder llorar la pérdida. Y todo porque, en el último momento, gastó su último aliento en sacar unas hojas manuscritas de la mesilla de noche y pedirme que le hiciese el favor de enviar está condenada carta. 

Un asunto complicado. Conozco la situación. En algún momento me habló de ella, de pasada y con arrepentimiento, pero sin querer entrar en detalles. Me dijo haber sido testigo de su vida en la distancia, haber estado alguna vez cerca de presentarse ante ella para estrecharle la mano, o para abrazarla, lo que se sintiese natural. Quería decirle que aquellos eran otros tiempos, que su modo de vida no estaba bien visto y que, de haberse quedado, solo les hubiese traído sufrimiento a todos. 

Pero no. Al final se limitó a escribir una carta y ponerme a mí en el compromiso de enviarla. Muy cobarde por su parte. ¿Y es así como tengo que recordarle? 

—Cuánto lo lamento. Era un buen hombre. Cobarde, pero un buen hombre. 

Digo esto en voz alta mientras meto la carta en el buzón, pensando que, tal vez, mis palabras puedan adherirse al papel, para reconfortar a la joven mientras lee los pensamientos de un padre a quien ya nunca podrá conocer. 

No, no es justo.

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