sábado, 16 de noviembre de 2013

Microrrelato: El Atardecer

EL ATARDECER


Al llegar el atardecer, Vanessa se encontraba mirando la puesta de sol. El mundo se detuvo por un instante solo para ella. Allí de pie, descalza sobre la fina arena y vistiendo su biquini negro, hubiese podido jurar que era la única persona sobre la faz de la tierra.

Contuvo la respiración, sintiéndose embriaga por un sobrecogedor sentimiento de paz y tranquilidad. Su corazón latía rítmicamente, recordándole que a sus diecinueve años estaba en la flor de la vida y su cuerpo, todavía joven y hermoso, era capaz de grandes proezas.

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Caminó lentamente hacia delante. Avanzó solo unos pasos en dirección a la orilla, lo justo como para sentir como las olas le acariciaban los pies con su intermitente y frío tacto.

Fue en ese momento de perfección cuando lanzó una frase al viento. Apenas un susurro, únicamente dedicado a su amante secreto, aquel etéreo y voluble elemento con el que tantas veces se había sentido tan identificada. Una vez más, su confidente recibía sus palabras sin devolverle miradas juiciosas, sin darle la espalda, sin esperar nada a cambio…

Sus ojos se llenaron de lágrimas, pues la luz iba muriendo con cada segundo que pasaba y con ésta también moría su espíritu.

Había llegado hasta allí pero no se sentía capaz de seguir adelante. Quería adentrarse en el agua y nadar en línea recta, todo lo lejos que pudiese hasta sentirse agotada. Deseaba escapar de los horrores que había dejado atrás y que aquel hermoso atardecer solo le había hecho olvidar por un breve, aunque precioso, instante.

Estaba completamente lúcida y pese a ello no sentía remordimiento alguno por sus actos. Había sido plenamente consciente cuando había arrojado el contenido de aquella botella en la comida. No sabía por qué lo había hecho. No era infeliz, no odiaba a sus padres ni tampoco a su hermana, pero aun así lo había hecho. Había envenenado la comida y después, sin esperar para ver el resultado de ello, se había ido a la playa.

Vanessa había actuado de forma fría y calculadora, y sin embargo ahora lloraba, pero no lo hacía lamentando la pérdida de su familia. No sentía tristeza alguna. Lloraba porque había infravalorado su deseo de vivir y ahora lo había perdido todo.

A su espalda había dejado muerte. Frente a ella, entre las olas, había muerte. La única vida era la de la orilla, bañada por una luz igualmente mortecina que no tardaría en desaparecer.

Volvió a suplicarle al viento que le concediese más tiempo.

Pero el viento no respondió su suplica y el ultimo rayo de sol se extinguió, llevándose consigo a una persona y dejando tras de sí, erguida sobre la arena de la playa, la figura de una mujer joven, hermosa, vacía…

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