Al amparo de la oscuridad,
trémulos los cuerpos, frías las cadenas; entre susurros, los presos sollozan.
El eco de los pasos, firmes e incesantes, resuena en el cráneo de temerosos
pecadores. Su pecado fue el vivir libres en un mundo donde cada acto está regulado,
donde no hay espacio para la conducta espontanea, donde no se debe romper la
fila.
El día se ha perdido, la mañana
no llegará para estas pobres almas desesperanzadas. Así es como se doblega la
voluntad de los últimos vestigios de una felicidad pasada. Los únicos seres
queridos son sus propias extremidades, brazos y piernas que echarán en falta
cuando les llegue el turno de alimentar a sus compañeros.
No existe el tiempo, es
completamente arbitrario, imposible de medir pese a las tareas diarias. A veces
se lavan antes, a veces más tarde, y a veces los dejan semanas enteras oliendo
sus propias heces, que van acumulándose en un pútrido rincón, justo al lado del
lecho donde duermen. Sus sueños son nauseabundos, eliminan los recuerdos del
mundo exterior.
Ya nadie narra historias, la
realidad se vuelve fantasía, y la fantasía no tiene cabida en un infierno de
acero y concreto. Cada uno tiene un vago recuerdo, privado y difuso, de una
vida anterior. Nadie lo comparte, prefieren dejar que se extinga, inalterable,
imperturbable. Después de todo, por poco que pueda durar todavía, es su más
preciada posesión.
Y cuando la carne muere, el humo
inunda cada uno de sus diminutos cubículos. No importa, allí abajo no hay
rostros, solo murmullos. Nadie lamentará la pérdida de un vecino anónimo, del
mismo modo en que nadie se preguntará el nombre que solía tener el anterior
propietario de su última comida.
En los largos periodos de tiempo
en que no son atormentados de uno u otro modo, entre atrocidad y calamidad,
solo hay espacio para el lamento. No hay redención posible, allí no. No se
espera de ellos una reinserción, tampoco arrepentimiento. Están allí porque es
el único lugar en que pueden terminar sus miserables vidas. El mundo ha
cambiado y ya no hay lugar para ellos en él. Las manzanas podridas deben ser
rápidamente retiradas. Lo humano sería acabar con su sufrimiento rápidamente,
la humanidad es una leyenda de un pasado no tan lejano.
Ellos no hablan, ya no son
capaces. Pero la voz de las mentiras nunca calla, es la única que se escucha en
aquella tumba. La palabra está vetada, la palabra es un veneno letal para oídos
sangrantes. El que habla hoy será el plato de mañana. Por supuesto, nadie
protesta.
Y así, el día en que finalmente
llega una salvación que parecía improbable, los presos no se mueven del sitio,
no saltan de alegría. En lugar de ello, esperan pacientemente a que caiga la máscara
y se descubra el engaño, a que les confiesen que se trata de una nueva forma de
tortura. Pero esto no ocurre, se trata de la fantasía ya extinguida que ha
cobrado forma, que les intenta reconfortar y les cuenta que la norma ha caído,
que la humanidad resurge, la esperanza florece y la vida es posible de nuevo,
incluso para ellos. Los presos no tienen más remedio que reconciliarse con su
mundo interior y creerse lo que escuchan. Es por eso que saltan sobre sus
salvadores y los devoran vivos.
La
humanidad ha muerto, ya no hay cabida para la humanidad. En la oscuridad eterna
los pecadores pecan, tal como les han enseñado. Y por fin han cometido el
crimen por el que fueron condenados.