El anciano
Junto al árbol había un único
banco que siempre estaba ocupado por una persona. Se trataba de un anciano de
expresión alegre y ropa algo anticuada. El hombre, bien conocido por todos los
visitantes del parque, tenía un aura de sabiduría y amabilidad que incitaba a
la gente a sentarse a su lado, en busca de cualquier tipo de consejo que el
anciano pudiese compartir con ellos. Los niños acudían a escuchar sus historias
y los adultos…, los adultos también.
Nadie conocía el nombre del
anciano, tampoco es que nadie se lo hubiese preguntado nunca. Aquel era un
detalle que carecía de importancia.
A un niño pequeño le enseñó cómo
hacer volar su cometa. A un adulto muy niño le enseñó a dejar sus problemas en
el trabajo y disfrutar al aire libre con sus hijos. El anciano ayudaba a todos
siempre que podía y se le veía feliz haciéndolo. Su felicidad era contagiosa y
la gente siempre salía de allí agradecida.
La gente pasaba por el parque a
diario. Algunos regresaban con frecuencia, otros todos los días, y también
había quien solo estaba de paso. Pero todos reparaban en el anciano en un momento
u otro. Sin embargo, no dejaba de ser extraño que nadie viese nunca al anciano
fuera del parque. Durante sus vidas cotidianas, fuera de aquel lugar, el
anciano no tenía cabida. El parque era un mundo aparte, un mundo que sus
visitantes dejaban atrás al poco de abandonarlo.
Los visitantes eran muy variados.
El anciano los observaba a todos en silencio, maravillándose con la gran
variedad de rostros que por allí desfilaban y volviendo atrás en el tiempo, con
los recuerdos que aquella fugaz compañía le suscitaba. Con la salida del sol,
el anciano era saludado por las mascotas y sus dueños. La mañana traía consigo
cochecitos de bebé y esperanzas de futuro. El atardecer tenía una nueva generación
jovial e incansable. La puesta de sol atraía al romance y el misterio.
Pero aun cuando estaba
acompañado, el anciano siempre estaba solo. La suya era una soledad que no
podía ser compartida con nadie. Su papel en aquel parque no era el de llorar o lamentarse,
su papel, contemplativo, era el de poner en orden sus ideas, cada vez más
difusas, con la ayuda de recuerdos en vida, de fantasmas futuros, de las risas
de antaño en el presente.
Su infancia estaba allí, quizás
de una forma distinta a como había sido en sus tiempos, pero aun así, su
esencia permanecía. Su madurez también estaba allí, en un mundo moderno y
cambiante, pero llena de las misma responsabilidades. Y su vejez, su vejez no
dejaba de darle alcance.
Nadie conocía estos detalles,
nadie se preguntaba por qué el anciano siempre estaba allí, siempre sentado en
aquel banco junto al árbol. Aquel era un detalle que carecía de importancia.
Una niña lloraba
desconsoladamente, el anciano le dio un caramelo y la consoló. Una mujer
lloraba desconsoladamente, el anciano sacó un pañuelo y le sonrió.
Cuando la gente se marchaba al
final de la jornada, se despedían del anciano agitando sus manos. Los niños
gritaban: “Hasta mañana”. El anciano no sabía si seguiría allí al día
siguiente, pero también se despedía, con el rostro alegre y un gracioso
movimiento de su mano.
La ciudad cambiaba, el paisaje
también. A veces el parque estaba junto a una escuela, otras veces frente a la
estación de tren. Los bancos podían ser de piedra o de madera, las fuentes
clásicas o modernas. El parque podía estar bien cuidado, o abandonado años
atrás. Tan solo el banco y el árbol permanecían. El anciano no. El anciano, a
veces era un hombre y a veces era una mujer. Su rostro siempre era distinto. A
veces llevaba gafas. A veces se ayudaba de un bastón para caminar. En ocasiones
tenía unas cejas gruesas, tan blancas como el pelo sobre su cabeza, en otras
había perdido todo el cabello.
Junto al árbol había un único
banco que siempre estaba ocupado por una persona. Se trataba de un anciano de
expresión alegre y ropa algo anticuada. El anciano siempre estaba allí para
quien lo necesitase. Quizás no siempre fuese el mismo anciano, pero aquel era
un detalle que carecía de importancia.